En la sociedad digital, el valor más cotizado es el tiempo: lo que importa es lograr que cada persona se pare y preste atención al mensaje. Para las empresas, en concreto para la publicidad, esto resulta cada vez más complicado. La ciudadanía vive rodeada de estímulos, atrapada por una sucesión de pantallas que la requiere y la bombardea con toda clase de información. Ahora, más que nunca, es verdad lo que dice el refrán: el tiempo es oro.

Primero, Ron Finley conquistó el bordillo olvidado de una acera. Cuando el Ayuntamiento de Los Ángeles le advirtió de que estaba haciendo algo ilegal y lo amenazó con una orden de arresto, empezó un profundo cambio urbano. Ahora –y gracias a su revolución jardinera– plantar huertos urbanos en su ciudad no solo está bien visto por la ley, sino que están convirtiéndose en la hoja de ruta para enseñar romper con los desiertos alimentarios y facilitar el acceso a dietas más saludables.

Desde que Rusia invadió Ucrania, la OTAN se ha comprometido a elevar el gasto en defensa, EE.UU. ha aprobado el segundo mayor presupuesto militar de su historia, Europa vive una crisis energética sin precedentes y, sobre todo, el conflicto se ha reducido a una dicotomía amigo-enemigo que no admite preguntas.

El doble rasero espanta. Y lo que queda para la sociedad esponja de la desinformación es lo que cree visceralmente, el bulo que se ha comido, la bula que ha contribuido a otorgar. Esos que destrozan vidas y absuelven a verdaderos desaprensivos. Una falta de criterio extremadamente dañina.