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Los paraísos perdidos son aquellos lugares donde niños o adultos sentíamos la sensación de estar disfrutando de algo efímero, que con toda seguridad no duraría mucho. Pero entonces no existía el tiempo. La felicidad, el gozo, el estar a gusto, no se medían, se vivían.

No hay nadie que no guarde en su intimidad los paraísos perdidos de su pasado, y el privilegio, no exento de melancolía, consiste en evocarlos. Una casa en las afueras de Oviedo, en Colloto, propiedad inmensa en la medida de un niño, donde me llevaba una tía, muy fea la pobre, que moriría sin conocer varón, lo juro, y que sin embargo tocaba el piano con sentimiento, y pintaba dignamente copias de los paisajes de Nicanor Piñole, pintor local cotizado entre la burguesía local. Colloto para ella era encontrarse cada año y con buen tiempo con otra solterona amiga desde la infancia, tan fea como ella -las solteras de entonces tenían bigote- inclinada también al piano ¡ay! que ya no podía tocar. Las faenas de una hacienda no facilitan la pulsación sobre las teclas de marfil.

Pero un niño allí tenía el paraíso perdido y recién encontrado. Vacas, gallinas, cerdos, caballos, pero sobre todo el palomar, una torre llena de cagadas y zureos de donde salían maravillosos pichones para aderezar a la manera del canónigo: con cebollitas y horas de devoción. No había árbol al que uno no pudiera subirse: desde las infinitas variedades del manzano hasta cerezos de verdad, los favoritos de los niños.

El cerezo es el segundo paraíso encontrado de la infancia. Naves, una pequeña y hermosa población vecina al mar y a una playa que unía la belleza y la muerte, San Antolín de Bedón. Recuerdo un día feliz, pletórico, con el cerezo preñado de frutos y una mirada de infancia ansiosa de comérselos todos. Me pusieron sobre una banqueta y allí estuve hasta que saliéndome las cerezas por todas las partes, incluidas las pudendas, hubieron de llevarme a bañar a una poza. Por aquella época había bañeras pero no agua corriente en los pueblos de Asturias, por muy señoriales que fueran las mansiones.

Luego Castilla. La dura tierra entrecruzada de monte, río, frío y soledad. El Barco de Ávila, inolvidable paraíso ya de la edad madura, donde buscar pan, escribir, encontrar un periódico caminando algunos kilómetros y la ansiedad de pescado -soy pescadófilo- se suplía con tersos bacalaos. Pasear por las riberas del Tormes, donde se junta el Aravalle, sin nadie en el horizonte que no fueran las encinas. Un privilegio. Como lo fue Cadaqués, otro paraíso sólo aceptable en otoño-invierno, donde hasta la tramontana es como una lluvia de viento salobre. También gocé de un molino donde pescaba anguilas desde la ventana, en Niembro, el mismo lugar que Gonzalo Suárez convirtió en Escocia en un filme inolvidable, Remando al viento.

Mi paraíso más largo fue Colombres, en el límite entre Asturias y Cantabria. Me echaron y no me gusta recordarlo una vez más. Quedó de mi paso durante quince años lo plantado: un acebo y una higuera. Es el único paraíso que busqué con ahínco y me fue fértil.

¿Quién me iba a decir a mí que el último paraíso descubierto estaba en la Val d’Aran? Bossòst y Les. Para olvidadizos conviene recordar que Alfonso XIII lo visitó por primera vez tres años después de haber estado en Las Hurdes, lo cual dice mucho del lugar y del monarca. Pocas veces me he sentido tan encantado con un territorio que lo tiene todo para ejercer de modelo del paraíso. Aislado, difícil comunicación, territorio de frontera, ningún problema idiomático. Camilo José Cela, que era un tío muy listo, muy golfo y que escribía muy bien, hasta que dejó de hacerlo y se limitó a ser solamente muy golfo, escribió páginas preciosas sobre la Val d’Aran y sobre Bossòst y sobre Les y sobre toda la zona, en Viaje al Pirineo de Lérida (1965).

Lo visitó a la pata la llana en julio de 1963 y parece escrito ayer. En la Val d’Aran, escribe Cela, se habla aranés, gascón, francés, catalán y castellano, por este orden. Entiendo que se propongan la autonomía propia en este tiempo de conversos. ¿Qué carajo tendrán ellos que ver con las ínfulas catalanistas y españolistas en un territorio que mira más a Francia que a nuestras miserias?

“Bossòst -escribe Cela- no tiene ridículas hechuras de ciudad, sino un grato aire rural que lo hace especialmente amable y simpático”. Exacto, no se podría describir mejor cincuenta años después. Un lugar simbólico para aceptar como paraíso perdido; el que quiere descansa y el que lo necesita trabaja. Debió de ser lugar durísimo en otras épocas y es sabido que los niños de Lleida se referían a sus compañeros de la Val d’Aran como lugar de gente dura y cerrada de mollera. Lo que son los tiempos: ahora parece un territorio de liberalidad, a la que nada intimida algunas lápidas o inscripciones del primer siglo XIX que algunos de por acá convertirían en museos patrióticos.

Me gusta Bossòst con el Garona encrespado y ese ambiente de lugar fronterizo. En España es bueno vivir siempre cerca de una frontera, lo sabía don Pío Baroja que se construyó la casa de Bera prácticamente en la linde. Porque el vivir fronterizo tiene siempre algo de provisional, de avispada ciudadanía siempre atenta a lo frágil de las situaciones políticas. Basta con que usted cruce la dibujada frontera con Francia y unos bosques tupidos que resaltan las diferencias entre el verde perenne y el suave verde caduco, y atisbar algunos gamos, siempre a lo suyo, hasta alcanzar Luchon, o como se decía antaño Bagnères-de-Luchon. La Francia genuina de la leyenda. Luchon, balnearios, tiendas exquisitas, anticuarios, librerías, silencio discreto dentro de su modestia de ciudad provinciana, de esas que despreciaría Flaubert pero donde se nota que el viejo maestro no conoció las nuestras.

Un detalle. Bossòst no desentona con Luchon, se equilibran. Una tiene casas hermosas adaptadas al duro clima de la Val d’Aran, la otra tiene mansiones de residentes parisinos que padecían molestias respiratorias -Sacha Guitry, Edmond Rostand, el de Cyrano, la torturada esposa de Alejandro Dumas, princesa rusa que marcó su huella en la arquitectura-. Aseguran que las termas constituían un bálsamo para la garganta. Quizá sea eso lo que convierte a Luchon en un gran escenario operístico cuando se trasciende la gran avenida y se adentra en los pasajes.

Pero yo siempre me quedaré con Les, apenas unos kilómetros de Bossòst, frontera administrativa ya caducada entre España y Francia donde usted puede poner un pie en cada país y que no haya picoleto ni adusto gendarme que le diga nada.

En Les sobrevive un inmenso roble de cuatro siglos y al que no tienen especial aprecio buena parte de la población, porque ni se puede cortar, ni adecentar y está en terreno privado. Territorio curioso Les, apenas cien habitantes, algunos tan notables que figuran en las centrales de información de varias comisarías de Europa y de Estados Unidos. La frontera es como un imán.

Es muy hermoso Les en su discreción, en sus prados y en un hecho histórico que aún y siendo hoy tan olvidado fue trascendental para la Val d’Aran. Se puede decir que la Val entró en la historia en aquel famoso plebiscito de 1312 en el que se negaron a seguir perteneciendo a Francia y se quedó en una vaga autonomía protegida por el clima y la geografía. Luego siguió un larguísimo letargo de siglos del que lo sacó el inefable Jesús Monzón, un navarro comunista, audaz y arrogante que acabaría sus días, tras muchos años de cárcel y avatares diversos, dando clases en Mallorca a los ejecutivos empresariales del Opus Dei.

A él se debe la famosa invasión republicana del valle el 17 de octubre de 1944 para iniciar la liberación de la España franquista. Lo hizo con 5.000 hombres, que no era una nadería, pero llegaron a Vielha, se quedaron a las puertas. Sirva este melancólico artículo como homenaje a los hombres buscadores de efímeros paraísos perdidos.

Artículo publicado en La Vanguardia el 24-05-2014