Nadie quiere correr riesgos innecesarios, pero vivir no puede significar apenas sobrevivir en alerta, para rendir. Esta es la voz de alarma de La desaparición de los rituales (Editorial Herder, 2020), de Byung-Chul Han, escrito bastante antes de la crisis coronavírica, aunque aparece como un texto sanador para estos tiempos tan dramáticos. En realidad, rendimiento es la palabra endemoniada que desvela al filósofo surcoreano desde el primero de sus breves y puntuales ensayos que dibujan con precisión cada asunto de nuestro tiempo (la sociedad del cansancio, el erotismo agónico, nuestra transparencia en redes, la vida narcisista en el enjambre digital, la no-belleza de lo satinado-apple). “La vida que se somete al dictado de la salud, la optimización y el rendimiento se asemeja a sobrevivir”, afirma, en contraposición a hacer del mundo “un lugar fiable” en el que “instalar un hogar” (una comunidad), a través de una práctica ritual.

“Eludir la lucha por miedo a la muerte” es el principio del fin, según Han, que sitúa este declive de la existencia humana con la dialéctica de Hegel del amo y el esclavo. El filósofo de la modernidad da paso a una era en la que se impone el trabajo (o la supervivencia) a la gloria del juego. “En la Ilustración aumenta la desconfianza hacia el juego”, reitera. Y dejar de jugar es “carecer de todo esplendor, de toda soberanía”.

“Donde campa el narcisismo, lo lúdico desaparece de la cultura. La vida pierde cada vez más alborozo y desenfado. La cultura se aleja de aquella esfera sagrada del juego. La presión para trabajar y para rendir radicaliza la profanación de la vida. La sagrada seriedad del juego deja paso a la profana seriedad del trabajo”. Han se pone vehemente.

El pensador que defiende la fiesta

Los libros de Byung-Chul Han (originalmente escritos en alemán, idioma en el que enseña, en Berlín) raramente exceden las 100 páginas, con capítulos cortos de frases lacónicas, muy contundentes, comprensibles y en las que afina y le da contorno de época a lo que pensaron los filósofos europeos que lo precedieron. Los cuestiona sin acritud, o los actualiza y los didactiza; y así dialoga con los contemporáneos (Deleuze, Agamben, Barthes o Foucault), discute con Nietzsche y con Marx, y coincide con el yerno de este, Paul Lafargue, por su refutación al “derecho al trabajo”, a través del “derecho a la pereza”, que realzó a los pensadores de la Antigüedad porque “enseñaban el desprecio al trabajo, como degradación del hombre libre”.

Para el pensador que reitera en estos textos la necesidad de “liberar a la sociedad de su narcisismo colectivo”, entre las más graves “patologías del presente” están la “erosión de la comunidad” y la noción de productividad, a las que ha contribuido la desaparición de los rituales. La otra es el dataísmo (la enfermedad de la Big Data), que sustituye el pensamiento por el cálculo: “Los pilotos de drones (en guerra) trabajan en turnos. Para ellos la matanza es sobre todo un trabajo. Tras el servicio les hacen entrega solemne de una scorecard o tarjeta de registro, con la puntuación que certifica a cuántos hombres han matado”.

Han continúa con su rastreo cuidadoso del presente, y encuentra más síntomas:

Comunicación sin comunidad

Personas “productoras de sí mismas” se aíslan a través de la comunicación digital, descorporeizada, que propicia una descarga emocional inmediata. “La comunicación sin comunidad se puede acelerar, ya que es aditiva. Por el contrario, los rituales son procesos narrativos que no permiten ninguna aceleración”.

“Lo simbólico como un medio en el que se genera y por el que se transmite la comunidad está hoy, con toda claridad, desapareciendo”, arguye el filósofo. Y agrega: “Aumenta mi libertad individual liberándome de mis vínculos personales con los demás”. Una tendencia que se está agravando con las medidas restrictivas a lo comunitario que impone la covid-19.

Consumir vs. usar

“Las prácticas rituales se encargan de que tengamos un trato pulcro y sintonicemos bien no solo con las otras personas, sino también con las cosas (…) Hoy consumimos no solo las cosas, sino también las emociones de las que ellas se revisten. No se puede consumir indefinidamente las cosas, pero sí las emociones. Así es como nos abren un nuevo e infinito campo de consumo”, asevera Han. En esa misma línea, desaparece la seducción, mientras la pornografía (un “dispositivo neoliberal”, en sus palabras) “destruye la sexualidad y el erotismo más eficazmente que la moral y la represión”.

Contra la ética de la cortesía, el capitalismo se basa en la economía del deseo y en la demasía.

Libertad y coerción

“Uno se explota voluntariamente creyendo que se está realizando”, afirma Han. De este modo, “la persona entera se involucra en el proceso de producción”. Hoy consumimos valores morales y explotamos hasta la propia libertad: “La psicopolítica neoliberal trabaja para concitar emociones positivas y explotarlas. En eso se diferencia la psicopolítica neoliberal de la biopolítica de la modernidad industrial, que opera con coerciones y mandatos disciplinarios”.

Forma contra discurso: el arte se desencanta

“La profanación de la cultura conduce a su desencantamiento. También el arte se profana y se desencanta. La magia y la hechicería, que en realidad serían su origen, la abandonan y son sustituidas por el discurso (…) En lugar de formas cautivadoras aparecen contenidos discursivos”, anuncia Han, que descree de la excesiva transparencia del significado del arte, al que se ha despojado de su “velo mágico”. El arte renuncia a su exterior misterioso en favor de un interior profano.

No hay ritos de cierre

Nada se acaba nunca hoy. Transitamos de una sensación a la siguiente, en este mundo de lo “provisional e inacabado”, en el que todo es un “producir vitalicio”. No hay ritos de pasaje y, por tanto, “envejecemos sin hacernos mayores”. Dice Han: “Lo hecho, lo finalizado, es algo que está terminado en sí mismo como un objeto independiente del yo; por eso el sujeto evita finalizar nada” (un rasgo esencial del narcisismo). A otra escala, desaparece el lugar como forma de clausura en el mercado global (un “no lugar”) y, por supuesto, en la interconexión digital, que facilita que tampoco el trabajo tenga comienzo ni final.

Elogio de la forma y el vacío

Su apuesta por la revivificación de las ceremonias rituales alcanza a la lengua, que, en su criterio, se está desnudando de poesía, de envoltorio y significante para ser toda significado, información, adición y algoritmo. La lengua, entonces, elude la “liturgia del vacío” y “trabaja, en vez de jugar”.

La atención como oración de pertenencia

“El hombre es un ser locativo. Solo el lugar hace posible el habitar y la estancia. Pero un ser locativo no es forzosamente un fundamentalista del lugar. No excluye la hospitalidad. Resulta destructiva la total desubicación del mundo a causa de lo global, que elimina todas las diferencias y solo permite variaciones de lo mismo. La alteridad, la heterogeneidad, contrarresta la producción (…) Precisamente en vista de esta violencia de lo global surge el fundamentalismo del lugar”, sostiene el autor de La agonía de Eros.

La parte alentadora de su diagnóstico es que cualquiera que lo lea con detenimiento puede extraer de allí los contrapesos necesarios para intentar la soberanía personal y colectiva. Entre ellos, cabe destacar la recuperación de lo lúdico del pensar (como antítesis del cálculo), la atención como “oración natural del alma”, la recuperación de las formas (en el arte) contra el mero discurso moralizante y la pertenencia a un árbol, una filiación a una “cultura ubicada” (o situada). De ahí el valor del rito: “La atención se dirige antes que nada a la comunidad. La comunidad ritual es una comunidad de la escucha en común y de la pertenencia mutua”.

Artículo publicado en elasombrario.com el 19-09-2020