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Jacques Prévert tiene un poema precioso, arrebatado, triste, airado y poderoso, que describe el paseo matinal de un hombre pobre, un mendigo que no tiene ni cinco céntimos para entrar a tomar un café en un bar. Se titula La grasse matinée, que es un juego de palabras entre el «levantarse tarde» de la expresión francesa, hacer el remolón y la mañana rellena de unas grasas que el pobre solo puede oler frente al ventanal de una confitería. «Es terrible», escribe Prévert, «el ruidito del huevo duro contra el mostrador de estaño, es terrible este ruido cuando resuena en la memoria del hombre hambriento».
La odisea del desheredado, solo pendiente de poder comer un trozo de cruasán o una conserva después de tres días de ayuno, acaba mal, porque hay un asesinato por nada, fruto de la miseria más absoluta, de la desesperación. Antes, en su periplo, ha visto «peces muertos protegidos por las latas; latas protegidas por los cristales; cristales protegidos por polis; polis protegidos por el temor. Cuántas barricadas para seis desgraciadas sardinas».
He pensado en el poema al leer la noticia de estas chinchetas, de las puntas de hierro que han colocado en determinadas calles de Londres, bajo los puentes de la autopista o en la entrada de edificios y supermercados. Todo ello para que los miserables no se acerquen, para que no puedan descansar, para que no enturbien el sueño agradable de la grasa mañana, para que ni siquiera pierdan el tiempo oliendo lo que nunca podrán comer.
Artículo publicado en El Periódico el 11-06-2014