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Sin exagerar puedo decir que desde que hice la primera comunión -cuya fecha no recuerdo aunque guardo la foto vestido de marinero con algunas manchas de chocolate- hasta los trece años, la única actividad llevada con rigor, prácticamente todos los días del año, consistió en jugar al fútbol. Teníamos un fútbol de verano y un fútbol de invierno.
El fútbol de verano era una consecuencia de la innúmera cantidad de suspensos en cuyo descargo te obligaban a permanecer sin salir de Oviedo. La jornada futbolera empezaba hacia las diez de la mañana, cuando mi madre volvía de misa y comprobaba que había hecho los deberes. A partir de aquel momento y hasta las nueve de la noche, que ya no se veía ni el balón, estábamos jugando al fútbol, con dos pausas; una para comer a las dos en punto -ni un minuto más ni uno menos- y la otra, de horario más laxo, para la merienda. Daba lo mismo que lloviera o que hiciera sol, lo único que cambiaba se reducía al sitio y la pelota; más grande o más pequeña. En ocasiones se sustituía por el papel de periódico atado con cuerda y se jugaban partidos en la calle; las porterías eran las alcantarillas, de donde cuando se alcanzaba el gol se extraía el envoltorio aquel, sin el más mínimo escrúpulo. Es verdad que el juego se detenía cada vez que pasaba un coche, cosa infrecuente. Estoy hablando de Oviedo, en la céntrica calle de San Bernabé, hacia 1960.
El fútbol de invierno tenía otras características. Además de los partidos cotidianos en el Colegio de los Dominicos, donde estudiábamos, estaban los partidos del domingo. Inolvidables, porque tenían todos los aditamentos del gran fútbol que se veía en el Carlos Tartiere, estadio oficial del Real Oviedo, entonces en Primera División, y donde mi padre era directivo -administrador, para ser exacto-, lo que me consintió recibir una colleja amable de los mitos de entonces: Gento, Kubala y hasta Di Stéfano. Pero la diferencia notabilísima es que aunque jugábamos con botas de fútbol todos parecíamos ramas diferentes de la armata Brancaleone, aunque sin Vittorio Gassman de capitán.
En Asturias llueve, y más en invierno, por lo que el campo era un barrizal y la pelota nunca rodaba sino que daba saltos como un rana loca, y para más inri, como éramos unos pringados que no pagábamos un duro a nadie, sino que sencillamente íbamos a los prados de la periferia ovetense, todos estaban inclinados. No eran llanos, sino en pendiente y siempre con una línea transversal en el centro que lo cruzaba y que hacía de camino. O sea que todas las mañanas de los domingos de otoño e invierno volvíamos a casa hechos un lodazal, lo que se traducía, siguiendo una tradición burguesa que dice mucho de nuestros modos y costumbres, en que te obligaban a quitarte todo, hasta quedar en pelota viva en la misma puerta, antes de pasar a lavarte.
Recuerdo un partido memorable, quizá de los últimos que jugué en mi vida, con botas y camiseta y toda la pesca. Íbamos ganando y yo acababa de meter un gol, o así lo requiere la vanidad de mi memoria, pero estábamos en un campo inverosímil en la falda del monte Naranco, que domina la ciudad; el que tiraba fuerte y el esférico -como gustaba de decir Matías Prats, el primer literato deleznable del fútbol español, tan imitado hoy- se iba al quinto pino, monte abajo, tenía la obligación de ir a buscar el balón. Estábamos en la segunda parte y la pelota no se encontraba. Había caído una niebla espesa y húmeda y empezábamos a no vernos ni a nosotros mismos, y hubo que suspender el partido, en tablas.
El descubrimiento del carácter desvergonzadamente político del fútbol fue por entonces. Se entraba en los diarios sin la parafernalia de hoy, y allí nos adentramos tres chavales para informar que habíamos ganado. La verdad es que el diario era una mierda, se llamaba Región y además estaba enfrente de mi casa, tenía un director novelista, malo como periodista y como tipo humano, y con fama de criminal de guerra, Ricardo Vázquez Prada, de quien media ciudad aseguraba que había denunciado a su mujer -una republicana, a la que pasearon- para poder casarse con su amante.
Allí, entre plumillas en máquinas de escribir enormes, llegamos tres chavales para informar de nuestro éxito: habíamos ganado un partido frente a no sé qué equipo. Hoy sería imposible ni imaginarlo, pero entonces sacaban una notita y daban tan trascendental noticia en tres líneas. Un paciente profesional tomó nota del partido que habíamos ganado hasta que llegó al nombre. “¿Y vuestro equipo cómo se llama?”. Orgullosos del momento histórico exclamamos: “Estrella Roja”. No teníamos ni zorra idea de nada que no fuera la hermosa locución estrella roja, menos aún que lo habíamos robado del mítico equipo del Belgrado comunista. “Chavales, cambiar el nombre o no sale la nota”. Y allí mismo, sin consultar con nadie, lo bautizamos de nuevo, “Tradecol” o algo así. Una humillación. Para una vez que ganábamos un partido había que cambiar de nombre.
Yo creo que mi última experiencia futbolística de la que nadie de mi familia se enteró nunca fue el examen de grado, la reválida de 4º. Tenía su pompa y circunstancia porque se hacía en el instituto oficial y consentía una titulación que no recuerdo. Fue en el segundo examen, no puedo fijar en mi memoria si eran dos o tres. Todos por escrito. Era un día de junio, de esos que en lugares tan húmedos como Asturias sale un sol vivo, exultante, y yo estaba allí en la gran aula con un papel que me habían entregado para responder y rellenar, y de pronto, como los grandes ventanales estaban abiertos, entraba del patio el ruido típico de un partido de fútbol, la pelota, los gritos, la alegría, ese júbilo que te empapa. Debía tener trece años, porque iba un año adelantado; por mes de nacimiento, que no por saberes. Fue más fuerte que yo. Entregué el papel en blanco y me fui a jugar al fútbol. Suspendí, por supuesto, pero aquel momento de sol y de gozo no lo podré olvidar nunca. Del examen ni me acuerdo, tengo la vaga idea que era de latín.
El fútbol para nosotros era la actividad lúdica por excelencia, sin comparación con ningún otro deporte. Resultaba incómodo y agotador, por supuesto, ahora lo entiendo, pero ¡era gratis y no había que pedirle permiso a nadie! Ni había que federarte, ni hacer un seguro de riesgos, ni había ligas sino una especie de liguilla para chavales que cada uno de nosotros controlaba. Luego el que quería seguir podía pasar a profesional. Mi hermano mayor lo hizo pero desistió de sus experiencias en Tercera División, porque si ganabas en campo contrario acababas en el río o con la cabeza abierta. No es que se tratara de la profesionalización, es que ahí entrábamos en la pasión futbolera, el fanatismo, la barbarie. Jugaba de extremo derecha y estaba harto de oír la misma frase: “Hijo puta, te vamos a romper las piernas”.
Entonces el fútbol profesional se parecía a una industria modesta y autárquica, tanto que la llegada de los jugadores extranjeros tenía una significación similar a la incorporación de un nuevo espectáculo en el circo que se ofrecía a los aficionados. El fútbol entonces lo gestionaban los ricos, pero aún no hacía nuevos ricos. Cuando llegaron contratados al Real Oviedo dos jugadores paraguayos, un pufo futbolístico para paletos en el que más de uno debió ganarse un buen pellizco, Romero y Amarilla, malísimos por cierto, pero como nos parecían indios por su aspecto, íbamos a verlos entrenar la inmensa mayoría de niños de un Oviedo aburrido hasta el hartazgo.
Aquel fútbol era sólo una estafa ideológica para provincianos y súbditos que nosotros atribuíamos al franquismo. En los años de militancia antifranquista jamás supe si alguien era del Real Madrid o del Bilbao. Sólo Manolo Vázquez Montalbán escribía unas cosas en Triunfo que nosotros interpretábamos como la necesidad de un maqueto para promocionarse en el mercado periodístico barcelonés. Aún no había llegado la industria y los patriotas del balón estaban acojonados.
Gregorio Morán
Artículo publicado en La Vanguardia el 12-07-2014