Sabemos que la etimología de la palabra «humor» remite en latín a humoris, que significa humedad o propiedad líquida, también referida al torrente que atraviesa los poros de una superficie. Desde su origen, por tanto, la palabra nos indica que se trata de algo que se filtra inconteniblemente a pesar de cualquier tipo de resistencia física que intente retenerlo.

En su obra El mundo como voluntad y representación, el filósofo alemán Arthur Schopenhauer interpreta que la risa es fruto del humor que contempla amablemente las incoherencias e incongruencias de una existencia aparentemente absurda. En otras palabras: la única forma de hacer reír es mediante la colocación de una cosa donde esta no debería ir. Dicha incongruencia entre el concepto y el objeto real provoca un sacudón propio del comportamiento normal de una mente que se encuentra casi permanentemente acomodado en la ficticia idea de equilibrio entre pensamiento y realidad. La gracia, entonces, nace de la falsedad de las premisas de nuestros silogismos mentales. Un ejemplo lo ofrece el pensador Alejandro Dolina, que sostiene que lo que torna «gracioso» la explosión de un aparato pirotécnico no es la explosión en sí, sino el hecho de que esté prohibido en ciertos contextos: es muchísimo más entretenido explotar un petardo en un juzgado o un colegio que en un estadio de fútbol (o en los términos más refinados de Schopenhauer: «Los caballos tienen cuatro patas. Mi mesa de billar tiene cuatro patas. Mi mesa de billar es un caballo».