Algunas biografías resultan particularmente estimulantes para los que se ocupan tanto del presente como del pasado. La inmensa mayoría de las existencias humanas suelen solaparse con el contexto que las contiene. Observando miles y miles de vidas solo obtenemos regularidades, repeticiones, consecuencias esperadas, expectativas cumplidas y pocas veces defraudadas. A veces ligeras desviaciones de la normalidad, en momentos críticos. O enormes desajustes colectivos en tiempos excepcionales como las guerras o las revoluciones.
Sin embargo, en algunas ocasiones, aparecen vidas, biografías insólitas. Personas que son capaces de interactuar con el contexto inmediato de una manera distinta, de recortarse con fuerza frente a su entorno, de establecer un curso propio, un desarrollo vital que traza un perfil insólito y que trasmite un significado intenso a sus propios gestos ,a la vez, que arrojan una luz que hace más nítida la interpretación del entorno.
Alejandra Soler, esa niña que nació en Valencia en 1913 y que pronto cumplirá 99 años, pertenece a este grupo.
Cuando presentamos –hace tres años- su autobiografía ya dije que no haría una intervención hagiográfica, porque a los laicos no nos gusta el olor a incienso ni sentimos atracción alguna por los altares. Tampoco ahora voy a subirla a los altares, aunque este sea un acto muy merecido de homenaje, sino que intentaré preguntarme por ese curso insólito, por las razones de esa vida construida con gran fuerza en un entorno tan hostil, especialmente para una mujer de izquierdas, laica y que atravesó indemne desde el punto de vista de su determinación vital una primera parte del siglo XX con dos guerras, y que, en la segunda mitad, vino del este -del frío como dijo Le Carré- en plena Guerra Fría a un país con una de las dictaduras más duras y crueles de Europa y tuvo el cuajo de volver a militar en la clandestinidad en un partido comunista que constituía el aliento más importante del antifranquismo y que había roto muchos puentes con el comunismo de Stalin.
Y siempre desde el lado bueno: el de la defensa de los oprimidos y de las libertades, tanto frente a Primo de Rivera con los estudiantes y la FUE como bajo la república de derechas con la solidaridad con los mineros asturianos; el de la lucha contra el fascismo en la guerra civil española y en la Segunda Guerra Mundial, el de la denuncia del estalinismo y de la burocratización de la nomenklatura en la URSS de los cincuenta y sesenta; en el antifranquismo en los setenta en España y en la profundización de la democracia española, cuando por fin llegó, hasta nuestros días, hasta anteayer cuando animó a los estudiantes del Luis Vives en su revuelta frente a la irracionalidad de unos poderes locales gubernativos trufados de autoritarismo y, lo que es casi peor, insensibles ante las virtudes de la educación, que ellos deberían llamar nacional, , la de todos y todas, la enseñanza pública.
No sé si me equivoco al afirmar que los mimbres de una coherencia tan profunda están hechos de una materia noble, muy noble: un coctel de la mejor tradición de la izquierda hispana:
- Un padre institucionista y laico que quiere que su hija estudie en el crisol de la Nueva Educación y que desea para ella un destino distinto del de las mujeres de su época…
- Un instituto de bachillerato, el Luis Vives, en el que vive la primera batalla política y que la hace de facto una ciudadana activa, aunque sin derecho a voto, y en el que descubre una de sus grandes pasiones: la FUE. Es decir, descubre el poder de lo colectivo, ella que es una gran individualista, porque le gusta salirse con la suya y afirmarse frente a las tradiciones machistas.
- Una universidad, la Universitat de València, que la convierte en una intelectual comprometida que defiende la República no como una utopía milenarista, sino como una realidad que día a día satisface parte de las reivindicaciones de las mujeres, de los oprimidos, de los campesinos, de los intelectuales y que es cada vez más salvajemente atacada y desautorizada por unas derechas cerriles y fascistizadas.
- Un republicanismo de izquierdas, empeñado en la modernización, la europeización y la democracia cívica.
- Un partido comunista al que adhiere por pura coherencia, porque ante la represión de Asturias el corazón y la razón le exigen más y más compromiso
- Un matrimonio con Arnaldo Azzati por amor y compañerismo. Un compañero para toda la vida con el que comparte educación, escritura, militancia, viajes, y una visión compartida del matrimonio que seguro que tendría sus momentos mejores y peores, pero que duró hasta la muerte de Arnaldo.
- El exilio: Alejandra y Arnaldo supieron construir una nueva vida en la URSS. La cultura y la educación, las dos grandes apuestas de la República de izquierdas, los salvaron. Fueron traductores, ella una excelente profesora y autora de uno de los mejores libros de texto para aprender español, junto a otra gran mujer de perfil parecido, mi tía Luz Mejido. Viajaron por la Unión Soviética, tradujeron-junto con un puñado de españoles muy cultos como Pepe Laín, o los valencianos Jose Antonio Uribes y Vicente Sánchez- al español muchos de los autores clásicos rusos… Ese es un capítulo de la historia del exilio español que está por escribir: allí estaba Alberto, el escultor amigo de Maruja Mallo y gran vanguardista, también Lacasa, arquitecto de la Ciudad Universitaria de Madrid y miembro de la Residencia de Estudiantes…
Pero su nueva vida no interrumpió su diálogo con la patria de la que habían sido exiliados: el exilio, el trasterramiento, son sentimientos que también forman parte de esa vida insólita. Porque para muchos fueron demoledores y sin embargo en Alejandra son enriquecedores. Su vuelta a España es un canto a la fuerza de la voluntad. Volvieron y lo que es más difícil, se integraron.
Yo quiero destacar que Alejandra, cuando retornó a la vida política española, no fue como uno de aquellos miembros del exterior que venían a explicar las glorias de la gran patria rusa y del padrecito Stalin. Muy al contrario, ya en Valencia se incorporó a lo que entonces se conocía como “zona centro” del PCPV y allí como responsable política trabajó en la defensa del eurocomunismo y del socialismo democrático. De la reconciliación y del gran pacto que debía hacer posible la Transición.
En la Transición y con la democracia, como ya había hecho desde la República, Alejandra defendió las reivindicaciones de las mujeres, junto a su cuñada Pilar Soler y a medida que iba envejeciendo su trabajo se centró cada vez más en el defensa de la memoria de la FUE y de la II República.
El republicanismo de Alejandra es un emblema de su vida. Alejandra no es una nostálgica, una mujer poseída por la melancolía de lo que pudo haber sido y no fue. Para ella, si no me equivoco, la II República fue el mejor intento de construir una sociedad más justa, más culta y más libre. Un intento, para ella, mucho más cercano que lo fue la construcción del socialismo en la URSS.
Y en ese sentido, le ha permanecido fiel, aunque acatara y luchara por la Constitución de 1978, que como todos sabemos, consagra la monarquía como forma del Estado Español. Nunca sabrá Juan Carlos I, el “gran cazador blanco”, lo que le debe en cuanto a la legitimidad a la izquierda republicana española.
¿Qué quiero concluir de todos estos antecedentes?
En primer lugar, que Alejandra es una persona excepcional pero que está muy bien enraizada en una tradición que la hizo posible. Una tradición republicana y de izquierdas, que en algún momento entroncó con el comunismo, constituyendo un cuerpo de valores y de referencias muy potente, que fue vencida, sí, pero que los años han revestido de una dignísima superioridad moral frente a la herencia de los vencedores.
En segundo lugar, que su vida es ejemplar, en el bien entendido que no es que sea un ejemplo de las virtudes de sus contemporáneos, sino que traza un ejemplo, un espejo donde contemplarse, cuando a los humanos de a pie nos entran las dudas , las tribulaciones y las debilidades.
En tercer lugar, que los que nos sentimos representados y reconocidos en ese ejemplo somos mujeres y hombres que hemos llevado a cuestas una experiencia difícil de calificar: la de los españoles laicos y materialistas en una España que no ha conseguido separar la Iglesia católica del Estado. Es decir, aquellos que nacimos en familias laicas, sin querer bautizarnos, vivimos al margen de cualquier experiencia religiosa pública y nos hemos tenido que defender de las continuas intervenciones de los curas y de la Iglesia en los matrimonios, hospitales, entierros y otros momentos más o menos trascendentes. También ahí Alejandra y sus compañeros nos han dado ejemplo de resistencia y nos han señalado el camino para no darnos por vencidos.
Probablemente, en otros países europeos Alejandra habría recabado honores y pensiones del estado. Le habrían otorgado alguna que otra Legión de Honor o el título de “lady” y la invitarían como persona de reconocido prestigio a los fastos patrios. En el nuestro ni ha sido así ni lo será, seguirá siendo hasta el final de sus días una “roja” bastante incómoda (“puñetera”, con el debido respeto) por cierto. Pero será nuestra “roja” querida, homenajeada por su Universidad, su alma mater, por toda su tribu, que es mucho más extensa y numerosa de lo que a algunos les gusta suponer, y, a punto de cumplir los cien años, habrá vivido además como decía Espriu “per salvarnos el mots, per retornarnos el nom de cada cosa “, que falta hace, porque, a la vista está que después de dar muchas vueltas hemos acabado de nuevo frente al viejo dilema que tomó cuerpo en 1931: o asociar el bienestar de las clases populares a un proyecto político de Estado republicano de ciudadanos libres y cultos, es decir, un paso más hacia la civilización, o deslizarnos hacia la progresiva destrucción del Estado de bienestar y de los derechos sociales en una monarquía parlamentaria llena de privilegios y secretos, y es no puede dejar de verse, si no se le pone remedio a tiempo, como un paso atrás, hacia la barbarie.
Gracias Alejandra por todo
Dolores Sánchez Durá. Historiadora
Escrito en el año 2012 con motivo de la presentación de su libro en el Rector Peset