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Existe una idea extendida que calma conciencias y justifica molicies: protestar no sirve de nada. No habría democracia ni libertad sin el empuje de la presión social en cualquiera de sus formas. Los derechos no se regalan, se conquistan y, llegado el caso, como ahora, se defienden. Hay luchas, como la de la abolición de la pena de muerte o la erradicación del machismo, que exigen arrojo y constancia. Son luchas que atacan la tradición, el pensamiento dominante, los prejuicios. Nos resulta fácil ver la barbarie en los talibán, no tanto en nosotros mismos.
Aunque las cifras mundiales no son buenas (el número de ejecuciones aumentó un 15% en el 2013) hay indicios positivos, alguno sugiere que la lucha empieza a dar los primeros resultados, al menos en Estados Unidos.
La agonía de Clayton Lockett durante 43 minutos entre convulsiones, jadeos y dolores en una prisión de Oklahoma ha puesto en jaque el sistema de inyección letal de EEUU, empleado en el 87% de las ejecuciones desde 1976. La Casa Blanca afirmó en un comunicado que lo ocurrido «no alcanzaba los estándares humanos», como si hubiera ejecuciones de primera y de segunda. Este tipo de declaraciones no alcanzan los estándares de un premio Nobel de la Paz.
La ejecución más desastrosa de los últimos 36 años en EEUU es una pésima noticia para los exégetas de este procedimiento, que tiene más de venganza, de ojo por ojo bíblico, que de aplicación de justicia. No hay datos policiales que sostengan la idea de que la pena capital disuade a los criminales. Son numerosos los casos de presos que han pasado años en la cárcel por un crimen que no cometieron. Ser negro, sin estudios y pobre es una pésima combinación para aspirar a recibir un trato justo.
La imagen de los familiares de la víctima sentados en una sala para asistir a la ejecución del asesino convicto es parte del teatro de autocomplacencia colectiva, de pensar que todo delito de sangre tiene su castigo, de que vivimos en un mundo honesto. No sé si en el sistema legal estadounidense es posible un gesto como el de la iraní Samereh Alinejad, quien perdonó en el último instante de morir en la horca al asesino de su hijo. Perdonar es parte del proceso de duelo.
Decía que la presión social sirve. Lockett tuvo una muerte espantosa, un verdadero linchamiento médico, porque la prisión de Oklahoma carecía de los fármacos adecuados y las autoridades del Estado se negaron a posponer la sentencia. Primó la venganza sobre la justicia. El boicot de las farmacéuticas europeas ha vaciado las despensas de los corredores de la muerte en EEUU. Algunos Estados improvisan nuevos cócteles sin tener en cuenta los derechos del reo. Otros hicieron acopio de medicamentos que de poco les sirvió porque tienen una caducidad de 18 meses.
Presión en Europa
Estos problemas de la inyección letal tienen que ver con la presión social en Europa contra la pena de muerte y contra las farmacéuticas que fabrican los componentes. El cóctel mortal requería tres fármacos aplicados de forma consecutiva: tiopental sódico, que induce al coma; bromuro de pancuronio, un agente paralizante, y cloruro de potasio, que provoca la parada cardíaca al condenado. Lo ocurrido con Lockett viola, según los abogados, la Octava y Decimocuarta enmienda de la Constitución de EEUU que prohíben el maltrato de los presos.
De los 1.176 ajusticiados con inyección letal desde que se reinstauró la pena de muerte en 1976 solo en 59 ocasiones se sustituyó la combinación de los tres fármacos antes referidos por un solo compuesto. Connecticut y Maryland han aprovechado la carestía de fármacos para abolir la pena de muerte. Texas, que es el Estado con más ejecuciones en EEUU, y Misuri se niegan a ceder y buscan sustitutivos eficaces. Para sus gobernadores, la pena de muerte es un asunto electoral. Sus votantes reclaman firmeza y mano dura contra el crimen sin importar el culpable, las estadísticas policiales y los errores judiciales.
Decía Charles Chaplin en la película Monsieur Verdoux que la diferencia entre el asesino y el héroe era una cuestión de número. El primero mata a uno, a dos o a tres; el segundo, a un millón. No hay pena de muerte ni cárcel ni mala prensa para los héroes. Solo se les exige un requisito: ganar la guerra porque solo el vencedor tiene el privilegio de escribir la historia, algo inalcanzable para negros, hispanos y pobres sin voz que aguardan un milagro en el corredor de la muerte.
 
Artículo publicado en El Periódico de Catalunya el 04-05-2014