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Mi niñez, parafraseando a Antonio Machado, son recuerdos de una columna de Pérez-Reverte. Ya sé que ahora está muy de moda poner a escurrir al lenguarazMr. T, pero les puedo asegurar que sus artículos semanales en la prensa dominical tienen mucho de culpa en que estén ustedes leyéndome ahora.
El caso es que, con semejantes referentes, pueden imaginar el shock que me produjo ver aquel infame programa que anduvo presentando en RTVE, “Código Uno”, donde saltó a la gloria catódica el recientemente fallecido José Tojeiro. Sí, el de “echaronme droja en el Cola-Cao”.
Como recordarán, las responsables de haber narcotizado y robado a Tojeiro (técnica que se conoce, en argot policial, como “el beso del sueño”) eran dos prostitutas que el susodicho había contratado. Por ello, cuando veo, leo y oigo la reciente polémica sobre la propuesta de legalizar el comercio carnal realizada por Ciudadanos, no puedo evitar acordarme de aquel surrealista reportaje.
Porque, seamos serios, ¿acaso la prostitución es ilegal en nuestro país? Quizás deberíamos pararnos un momento, dejar de decir memeces en los medios, y analizar cuál es nuestro punto de partida, antes de decidir cuál es el de llegada.
A día de hoy, el ejercicio de la prostitución no tiene prácticamente ninguna consecuencia jurídica para quien la practica, ni para quien la contrata. Eso tiene repercusiones en uno y otro sentido: las prostitutas no son objeto de sanciones, pero tampoco tienen ningún tipo de cobertura laboral o de seguridad social. Quizás, como única excepción, podríamos encontrar las medidas desesperadas de algunos ayuntamientos para tapar la parte estética del asunto, y alejar a las prostitutas de ciertos lugares donde ya forman parte del paisaje, a base de multas administrativas. Algunas suelen ser dignas de una recopilación del disparate jurídico, pues la sanción se fundamenta en cosas tan peregrinas como el riesgo para la seguridad de la circulación de vehículos a motor que supone la ocupación de la vía. Sí, estoy hablando de las chicas apostadas en las cunetas, con un botellín de agua y un paquete de toallitas húmedas. En fin.
Pero, ¿qué pasa con el proxenetismo? En teoría, lucrarse con la prostitución ajena está seriamente penado por nuestro Código Penal. Les invito a la lectura del artículo 188 de nuestra norma sancionadora. Como pueden comprobar, los empresarios del sexo de pago están amenazados con la cárcel cuando se lucren explotando la prostitución ajena, incluso con el consentimiento de la interesada. Sin embargo, esta previsión legal es fácil de rodear.
En la práctica, los grandes burdeles aparecen en los papeles como hoteles o salas de fiestas. Negocios perfectamente legales, que pagan sus impuestos y cotizan a la Seguridad Social, e incluso son objeto de revisión periódica por patrullas de la Guardia Civil, para controlar el cumplimiento de la normativa administrativa. ¿Y las prostitutas? Pues figuran como asalariadas, por supuesto, bien camareras, bien bailarinas, bien relaciones públicas. Curiosamente, en muchas ocasiones residen en su lugar de trabajo, por lo que el empresario les cobra por la habitación. Por supuesto, lo que hagan ellas en dichas habitaciones con clientes a los que decidan “invitar” a subir a las mismas, queda dentro de su intimidad personal. En otras ocasiones, son los propios clientes los que toman habitación en el citado establecimiento, por lo que el empresario no puede indagar en lo que hacen dentro de las mismas, faltaría más.
Y así, con esta tremenda hipocresía, perfectamente ajustada a Derecho, los negocios del sexo de pago eluden, una y otra vez, cualquier intento de represión por la vía penal. Porque, al final, los tribunales no pueden basarse en el sentido común, el mismo que les indica a ustedes y a mí que lo del párrafo anterior son una sarta de burdas excusas. Necesitan pruebas tangibles, y esas son muy difíciles de conseguir. Ojo, no pruebas de que existe la coyunda, sino de que el dueño del local obtiene un beneficio directamente relacionado con ella. Probar, en definitiva, que los conceptos que figuran en el extracto de la Visa del cliente, en realidad encierran un pago por el fornicio, percibido por el proxeneta en concepto de explotador del cuerpo de su empleada. Casi como pedir una confesión firmada.
Por eso, cada vez que se produce una redada en un notorio prostíbulo, de esos que se anuncian con letreros de neón que reproducen figuras de mujer, suelen ser operaciones de la Brigada de Extranjería, por la frecuente situación irregular de muchas de las mujeres que trabajan en esos sitios, y se amparan en el carácter de establecimiento abierto al público de la zona en la que se capta a los clientes, lo que les permite entrar sin necesidad de autorización judicial. Probar la utilización de trabajadores extranjeros, vulnerando sus derechos laborales, resulta mucho más sencillo para los agentes y la Justicia, pues la documentación canta.
Por supuesto, la situación de las prostitutas que trabajan a pie de calle, esas que han pasado a formar parte del decorado de polígonos industriales y otros inhóspitos parajes similares, es mucho peor. La única posibilidad jurídica de que se pueda proceder contra sus explotadores es mediante un testimonio directo. Es decir, que una mujer extranjera, indefensa, exprimida por unos tipos que la tienen amenazada de muerte, reúna el valor suficiente para escapar de su cautiverio y se ponga en manos de la Justicia española. Largo me lo fían.
Así es como están las cosas, por desagradable que resulte contarlo. Así pues, eso de “legalizar” la prostitución me resulta una broma un tanto macabra. A día de hoy, y con los precedentes expuestos, la explotación sexual de la mujer está en ese cómodo limbo de impunidad en el que se encuentran las conductas teóricamente castigadas por la ley, pero que en la práctica rara vez reciben sanción alguna. Me resulta de un cinismo insoportable, porque el legislador sí que se aplica diligentemente en la reforma penal cuando el lobby de turno hace chasquear el látigo. Véase la continua modificación de numerosas normas, tanto penales como administrativas, para tratar de erradicar la descarga de contenidos audiovisuales en Internet sin pasar por caja. Se ha llegado hasta la utilización de términos jurídicos reservados hasta hace poco para la persecución de la pornografía infantil, con tal de contentar al amigo americano.
Así pues, si se quiere hacer un esfuerzo legislativo por poner trabas a esta práctica, existen herramientas para hacerlo. Otra cosa será tener la voluntad para ello. En cualquier caso, mantener el statu quo no satisface a nadie: ni a detractores, ni a partidarios, ni a las propias interesadas.
Artículo publicado en el diario.es el 19-04-2015