Miguel tiene doce años. Su padre le regala un iPhone por Reyes. Como no quiere reconocer que ha pedido dinero prestado, le cuenta al niño que de vez en cuando hace trabajos extra en negro. En cuanto Miguel regresa con su madre, le enseña el iPhone y repite lo que el padre ha dicho. La madre va relatándoles a todas las vecinas y familiares que el cabrón del padre siempre se está quejando de que casi no puede pagar la pensión alimenticia cuando, mira por dónde, resulta que el dinero le sobra. Finalmente, la historia desembocó en una discusión cataclísmica en la que familiares y amigos se vieron obligados a tomar partido a favor o en contra de José. Lo más absurdo de toda la historia es que nadie con dos dedos de cabeza le regala un iPhone a un niño de doce años. Excepto un padre divorciado de una mujer que le culpabiliza de haber abandonado al niño y de no saber cuidar de él, y que cree que el cariño se compra.
Este domingo muchos niños no recibirán regalos, o los regalos no serán tantos ni tan costosos como los que recibieron en el 2012. A algunos padres les va a costar explicar esto. Tendrán que decir a los niños que la crisis es global y que también ha afectado a la empresa de SS.MM. de Oriente. Pero quizá algo bueno podamos sacar de todo esto y empecemos a educar a nuestros hijos en otros valores.
La historia del iPhone de Miguel ilustra muy bien el delirio consumista en el que nos habíamos instalado en los últimos años. Mi hija me ha vuelto loca los dos últimos años con la cantinela de “quiero una Monster High”. Las tiene todas. No le llegan a durar ni un mes. Acaban olvidadas en cualquier cajón, desmembradas como si hubieran vivido la masacre de Texas (todas han perdido al menos un brazo). Mi hija es el exponente perfecto de que la sociedad consumista –aquella que devora productos sin llegar a disfrutar de ellos, que propugna el consumo acelerado de mercancías desechables y las relaciones de usar y tirar– tiene su futuro asegurado; porque enseñamos a los niños a ser consumistas casi desde que nacen. También les enseñamos a asociar afecto con mercancías, a identificar dinero con cariño e incluso a chantajear (mi hija no paró de darle matraca a mi madre hasta que le compró la Draculaura, y si Miguel recibió un iPhone fue, obviamente, porque lo había pedido).
Ningún regalo caro sustituye a una carencia emocional, pero una persona que no conoce el afecto real no lo sabe, porque no puede comparar. Por lo tanto, a falta de afecto, cada vez deseará más cosas materiales, y como estas jamás le proporcionarán lo que en el fondo ansía –sin saber siquiera que lo ansía–, el resultado es que cada vez deseará más en una espiral autorreferente: un iPhone 5 en lugar de un 4, unos zapatos de temporada porque los del año pasado (nuevecitos) ya se han pasado de moda, una Monster High porque las Bratz ya no se estilan.
Podríamos regalar a los niños la enseñanza de saber apreciar su suerte, de valorar el hecho de que han nacido en una parte del mundo en la que no les van a hacer trabajar o luchar como soldados a los ocho años ni les van a casar a la fuerza a los doce. Pero el mejor regalo que se puede hacer a los niños y niñas es el cariño incondicional: un bien escaso y que no se compra con dinero.
PS: Miguel perdió el iPhone en febrero
Artículo publicado en La Vanguardia el 03/01/2015
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