No han celebrado nunca en común más allá que bodas familiares y despedidas de soltero. Son los mismos que conducen achuchando al de delante, invadiendo el carril de la izquierda incluso en los atascos; los que se bañan en las fuentes públicas cuando su equipo gana la Liga. Han aprendido que el espacio público les pertenece. No se manifiestan. Salen de cacería. Lo dice su indumentaria. Lo chillan quienes parece que acaban de aprender a hacer pancartas, los que para protestar contra una ley incluso antes de conocerla, copian lemas indepes y, de paso, cuelan su misoginia noche sí noche también en los alrededores de Ferraz. No se manifiestan, eructan clasismo y odio al diferente cada vez que abren la boca.
El camino de sus ideas estrechas necesita amplias avenidas para hacerse notar. Hay adolescentes en estas concentraciones, sí, pero también mucha adolescencia que pervive en señores que han soplado ya las velas de los cincuenta y siguen sin entender que frente a su cerrazón, la suya propia, existen otras posibilidades, las comunes. Reclaman su ración de casito a diario. Sus gritos no tienen nada que ver con la amnistía. Tienen que ver con su negación a aceptar la derrota. Lo tienen todo que ver con el machismo que rezuman sus consignas, su actitud, su manera de moverse por calles que son de todas, de todos y de todes, aunque les pique.
Por eso también aquí el feminismo entra en juego. En el fondo estos machos que llaman feo a Pedro Sánchez, se meten con su mujer y con Irene Montero llevan más de una semana rabiando por haber perdido el poder. Si hubieran hablado con cualquier amiga feminista alguna vez, podrían haber aprendido que el poder es siempre el mismo, así que repartirlo implica inevitablemente perder un poco del que se tiene para equilibrar la balanza. Ellos, que chillan sin parar que defienden la igualdad de los españoles, han ido esta noche a Ferraz llevando en procesión a muñecas hinchables para representar a las españolas. A las ministras españolas.
De ideas estrechitas campando a sus anchas en plazas bien grandes sabemos mucho las mujeres. Desde pequeñas aprendemos que ellos pueden invadir con cánticos ultras las aceras cada fin de semana si juega su equipo. El problema es que ahora, aunque la policía nos diga que está actuando igual que cuando encapsula a los hinchas mientras les deja cortar la Gran Vía un día de diario, lo que nos jugamos no es un partido de fútbol. Cuando escuchamos sus cánticos, cuando vemos sus rosarios, sus banderas con el escudo recortado o con la cruz roja sobre el fondo blanco, la cabeza nos lleva a un estadio. A domingos por la tarde echadas a un lado en el salón, sirviendo la cerveza para que otros disfruten.
Pero el espacio, como el poder, también es finito. Para que alguien lo ocupe todo los demás tienen que echarse a un lado. Su país, ese que reducen a tres bandas en un trapo con el que se empeñan en agredirnos, es tan variado que se les hace imposible no odiarlo. Esa España que pregonan solo funciona con el silencio y la sumisión de otras. Y aquí también el feminismo entra en juego. Igual que hay quien ha socializado en la molestia (gastar bromas pesadas, llamar al telefonillo y salir corriendo, tirar petardos por el mero placer de asustar a alguien), hay quienes hemos aprendido desde bien pequeñas a que para que la convivencia funcione son imprescindibles los cuidados. No nos sale natural. Acatamos normas, también las que no nos gustan, para que la cosa marche.
La cuestión es que el feminismo también nos ha enseñado a nombrar. A decir basta. A evidenciar que la violencia es lo que mantiene el poder, pero no la convivencia. Lo saben también ellos, por eso llevan desde el 23 de julio empeñados en romperla. Igual que un niño pequeño cuando pierde la partida y llora desquiciado tratando de anularla hasta que gana. Nosotras también sabemos que amnistía no es amnesia y que hay toda una genealogía que nos ha enseñado que la combinación de rezos, símbolos fascistas y muñecas hinchables no sale nunca bien. Huele a victoria, no a paz. Apesta a rancio.
Por eso volvemos a poner pie en pared. Porque en noches como esta, quienes llevamos toda la vida perdiendo tenemos clara la superioridad moral de la izquierda. Ellos llevan toda la vida ganando. Ojalá seamos capaces de dejarles fuera de juego, de quitarles, por fin, su balón de privilegios. De pinchar hasta reventarles su machuneo.
Artículo publicado en lamarea.com el 15-11-2023