Ninguna guerra se explica desde el presente y la prisa. Ninguna. Tampoco la guerra contra las mujeres, parafraseando a Segato, porque es la madre de todas las guerras. La guerra en Ucrania, sin embargo, se está narrando desde la ansiedad y el apremio por tener razón, por asaltar las fronteras cámara en mano; se cuenta desde la prisa por el titular y desde la batalla por la atención. Resulta que el único blitzkrieg, el ataque relámpago, es el que ha sufrido nuestro derecho a la información. Y eso también tiene género.
Después, solo después del ruido de sables, llegaron las personas, el conteo de víctimas, las fronteras, el asilo, y con ellas surgió la hermosa y necesaria solidaridad popular ante la barbarie. Pero esa solidaridad resultaba pronto apropiada por los insolidarios, y transformada en el cívico deber de cuidar esa Europa que algunos llamaron “jardín”, frente a la jungla que nos rodea. Un jardín muy selectivo, el nuestro, que puede ser seguro, amable y acogedor, o colocar concertinas en el florido cercado y fumigar sin remordimientos las malas hierbas que osen atravesarlo.
En Ucrania, el 80% de las personas que perdieron sus empleos en la transición fueron mujeres y, diez años después, en 2002, seguían siendo dos tercios de la población desempleada
Los tratantes de mujeres, parafraseando a la película, no son como los hongos, que nacen así, en una noche, al calor de las fronteras. No hay lobos solitarios con furgonetas acechando en los campamentos de refugiados, ni existe red criminal capaz de burlar las fronteras del jardín europeo si no cuenta con una infraestructura construida durante décadas que permite esos flujos y transacciones. Así que, para abordar el problema, es necesario hacer geopolítica de las Natashas.
En los años noventa, se comenzó a utilizar el término “natashas” para referirse a las prostitutas del Este de Europa. Un cliché profundamente colonial y totalizante, que homogeneizaba a todas las mujeres al este del telón, ignorando su diversidad étnica y cultural. Esas mujeres, estereotipadas como rubias explosivas, apasionadas y muy jóvenes que llenaban pisos y burdeles eran una consecuencia invisible de la caída de la Unión Soviética y de la miseria que dejaron sus escombros. Desde los estertores de la Perestroika, el mercado de trabajo de los países poscomunistas expulsó a las mujeres con una agresividad desmedida. En Ucrania, por ejemplo, el 80% de las personas que perdieron sus empleos en la transición fueron mujeres y, diez años después, en 2002, seguían siendo dos tercios de la población desempleada. Para el año 1995, la economía informal superaba la mitad del PIB nacional y las oportunidades de trabajo para las mujeres eran escasas y de “cuello rosa”: el trabajo doméstico y los cuidados, el sector sociosanitario o los escalafones más bajos del sector servicios. Los señores de la vieja nomenklatura y los de las nuevas oligarquías acumulaban el capital de la industria, la defensa, la agricultura, el transporte o la construcción, todas ellas privatizadas, o rapiñadas a costa del desmantelamiento de los servicios públicos y de las estructuras comunitarias. Y Ucrania no era una excepción, aunque quizá sí uno de los Estados peor parados, precisamente por su ubicación clave como “bisagra” con Europa.
Solo entre 1995 y el 2000, 400.000 mujeres dejaron Ucrania hacia Occidente, formando parte del mayor movimiento migratorio fuera de la región del Este europeo desde la II Guerra Mundial
La migración fue la salida para muchas. Solo entre 1995 y el 2000, según las investigaciones de la historiadora Barbara Evans, 400.000 mujeres dejaron Ucrania hacia Occidente, formando parte del mayor movimiento migratorio fuera de la región del Este europeo desde la II Guerra Mundial, hasta ahora, claro. Universitarias urbanas o trabajadoras rurales, mayores y jóvenes, miles emprendieron camino en busca de un destino propio en una de las mayores diásporas de este tiempo. Según el Informe sobre las Migraciones Mundiales de 2020, Ucrania se clasifica como el séptimo país de origen de migrantes del mundo y sus remesas son más del diez por ciento de los ingresos nacionales. Más allá del cliché, lo cierto es que muchas se ocuparon cuidando y limpiando los hogares de Europa central y del sur, construyendo sus propias redes de apoyo mutuo, enfrentando el racismo y clasismo de una Europa que había sido cómplice y vecina pero ahora era patrona y vencedora.
La semana pasada, se filtraba una conversación del gabinete de Gobierno israelí cuando abordaba la acogida de población ucraniana en el país. El ministro del Interior afirmaba que muchas localidades israelíes estaban dispuestas a recibir personas refugiadas, a lo que el ministro de Finanzas, Avigdor Lieberman, respondió con un chascarrillo: “¡Esos solo quieren a las ucranianas!” Por supuesto, nadie le afeó la broma, y unos cuantos le aplaudieron la gracia. Tras la filtración, llegaron, claro, las disculpas.
Sin ir tan lejos, aquí en España, hace apenas un año, se detenía a 22 personas en el marco de la operación “Manager”, que llevaba varios años traficando y tratando con mujeres de Rusia y Ucrania en Marbella. Con la operación cayó también mucha cocaína, varios locales de fiesta y empresarios locales. Nada nuevo desde aquellos locos noventa, cuando le llamábamos “trata de blancas” sin despeinarnos, –haciendo doblemente invisibles a las racializadas– y con los mismos y fraternales compañeros de cama, aunque en el caso español, Rumanía y Bulgaria se lleven la palma.
Hay a quien molesta que en medio de una guerra aparezcan los “what abouts”, todos esos matices, esos grises, esos márgenes y periferias que silencian los misiles y los teletipos. Sin embargo, si no fuera por el whataboutismo, no habría mucho que contar más allá de la escaleta de cuatro grandes cadenas y cabeceras.
Ah, y es tiempo de dejar de llamar Natashas a las Natashas, de callarme yo, también, y de que sean ellas las que puedan contarlo.
Artículo publicado en ctx.es el 25/03/2022