“Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias”. Con esta frase Julio Cortázar introdujo un terremoto narrativo en el centro de uno de los relatos más inquietantes de la literatura de nuestro tiempo, Casa tomada. Apenas cuatro páginas, pero suficientes para una obra absolutamente perfecta. Nos cuenta la vida anodina y previsible de una pareja de hermanos solteros en su casa familiar de Buenos Aires. Cada día igual al anterior, idéntico al que vendrá después.
Un día, sin embargo, cuando él está en el pasillo que separa las dos partes de la vivienda, escucha un ruido en el fondo de la casa. En seguida se tira contra la puerta, la cierra de golpe y pasa el cerrojo. Vuelve tranquilamente a la sala de estar y dice a su hermana: “Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo”. Ninguna explicación más, ninguna sorpresa. Tampoco se extraña su hermana: “¿Estás seguro?”. “Entonces –dijo recogiendo las agujas– tendremos que vivir en este lado”. No sabemos quiénes son los que “han tomado” la mitad de la casa ni por qué. Solo sabemos que su vida continúa con toda normalidad después de esa anomalía para nosotros incomprensible.
Pero al cabo de unos días incluso lo insólito vuelve a suceder. “Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias”. Una noche antes de acostarse volvieron a escuchar ruidos en esa parte de la casa a la que habían limitado su vida. Ni siquiera se miraron: “Han tomado esta parte”. Salieron al zaguán con lo puesto sin volverse atrás, cerraron la puerta, se dirigieron a la calle y se fueron. Nunca sabremos qué pasó exactamente. Pero no importa: pocas veces habremos leído un relato en el que haya mostrado, tan magistralmente, la rutina de la vida cotidiana y el poder de repetición de los actos más banales: una repetición que incluso integra a lo más insólito y extraordinario, hasta convertirlo en parte de la vida.
Las fiestas de año nuevo, previsibles cada doce meses con la lógica implacable del calendario cíclico, nos recuerdan, cada año, la repetición de unos gestos, hábitos y rituales. Como los etnógrafos y los historiadores de las religiones han explicado a través de ejemplos procedentes de las culturas más diversas, estas “ceremonias del año nuevo”, siempre caracterizadas por un desorden planificado y por celebraciones de intensidad poco comparable con las del resto del año, tienen como función ritual, a través de esta explosión desordenada, asegurar la regeneración del tiempo y, a la vez, fijar las referencias objetivas del calendario. El tiempo humano, que sin estas ceremonias sería un puro fluir sin pautas ni referencias, se convierte así en algo habitable, es decir, previsible. Cerrar un año y abrir el nuevo. Clausurar un periodo, ni demasiado corto ni demasiado largo, antes de abrir uno nuevo, para que todo ello permita ordenar la experiencia, caligrafiarla, resumirla, vivirla con ese mínimo implícito de racionalidad y orden tan necesario como el aire para respirar.
Y en estos momentos en los que se abandona y cierra un periodo de nuestras vidas, antes de abrir uno nuevo, todavía por estrenar, siempre con la esperanza de que sea mejor y de que nos ahorre las preocupaciones y dolores, cuando los ha habido, en el tiempo que dejamos atrás, se acostumbra a producir el momento del balance y la recapitulación, del pensamiento que recorre esos doce meses que quedarán irremisiblemente atrás, clausurados ya como pasado. James Joyce, en su relato Los muertos, un clásico de la literatura del siglo XX, dejó una imagen inolvidable de uno de estos momentos de rememoración y balance: Gabriel Conroy, uno de los protagonistas del relato, después de una cena memorable la noche de Epifanía con su familia y amigos, tras los cristales de una habitación de hotel, observa con los ojos llorosos la nieve cayendo sobre las calles de Dublín y recuerda, como ha leído en los diarios, que la nieve está cayendo también por toda Irlanda, en la llanura central, en las montañas y pantanales, sobre los ríos. Y mientras recuerda con una extraña intensidad a los que murieron, piensa en este momento de tránsito y continuidad: “Su alma se desvaneció poco a poco, mientras escuchaba caer la nieve calmosamente por todo el universo y calmosamente caer, como en descenso hacia su último fin, sobre todos los vivos y los muertos”.
Cerrar el año es siempre mirar por esos mismos cristales que miró Gabriel Conroy. Recordar las presencias que se desvanecieron en el pasado, pero que continúan acompañándonos en el momento de su evanescencia: cada cual tiene las suyas y cada año deja algunas nuevas. Estas presencias fuerzan a pensar dolorosamente en lo que se fue, pero también reclaman un ejercicio de gratitud por haber disfrutado de la compañía de aquellos que nos hicieron mejores. No somos “seres para la muerte”, como pretendió esa mente filosóficamente podrida que fue Martin Heidegger. Nos duele la muerte, algunas muertes, porque somos seres para la vida. Porque deseamos la vida y, además, que sea digna y plena, para nosotros y aquellos que queremos. Y porque somos seres para la vida volvemos, una y otra vez, al cierre y a la apertura de un nuevo ciclo con la conciencia de que, incluso ante la anomalía, a veces inesperada, de la muerte, la vida continúa.
También esa casa tomada que es nuestra vida se va llenando, poco a poco, de voces que escuchamos y de presencias que no vemos pero con las que aprendemos a convivir. Pero a diferencia de los hermanos de Cortázar, esa puerta no la podemos cerrar. No hay afuera.
Xavier Antich
Artículo publicado en La Vanguardia el 05-01-2015
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