La hospitalidad ha sido borrada de la faz de la tierra. No sé si alguna vez fue distinto, pero ahora es una palabra que ha perdido la fuerza que, por ejemplo, pudo tener en la Grecia clásica. Ha terminado siendo una palabra de la mentira, una palabra ridícula para la racionalidad establecida por un sistema de producción mercantil, que está por encima de los frágiles sentimientos, un sistema gobernado por la férrea mano invisible del Mercado convertida en ley de la naturaleza. Hasta tal punto el mundo ha sido pervertido en la modernidad. La miseria no es nuestra miseria sino la de otros y la muerte no es nuestra muerte sino la de los demás.
Durante más de 20 años hemos asistido, sin ni siquiera querer verlo, a la muerte de miles y miles de emigrantes que querían cruzar el mar Mediterráneo, la llamada cuna de nuestra civilización, para alcanzar las costas de la prosperidad cuyas luces de neón brillaban al otro lado del mar. Miles y miles de muertos en las costas españolas, y en las costas italianas, y en las costas griegas. Tal inmenso número de muertos no producía más que una ligera molestia en la epidermis de nuestra insensibilidad. No era, en definitiva, asunto nuestro y de ningún modo nos sentíamos culpables. Ni siquiera parecía que fuera asunto de los hombres sino de esa maldita ley del Mercado que opera como inmovible ley natural. A eso lo llaman racionalidad. Acudían un día y otro, sin descanso, interrumpiendo nuestras plácidas playas, fuente inagotable de riqueza turística. Ya había epidemias, pero las tomamos como problema de países pobres y mal nutridos o propios de culturas atrasadas y sin higiene preventiva. No tomamos conciencia de que el sistema económico al que habíamos dado todo el protagonismo producía tanta riqueza como destrucción de nuestro medio natural en el que vivimos y del que vivimos. El capitalismo desconoce todo límite, desconoce así tanto la muerte como el deseo, es decir, desconoce la vida a la que confunde con la producción de basuras. Esa falta de límite terminaría destruyendo la vida salvaje, lo que conlleva la expulsión de los microorganismos de su medio natural de origen.
Hasta que llegó la COVID-19 en forma ya abierta de pandemia. Nuestra propia desgracia, la que producíamos fuera de nuestras fronteras, las ha traspasado, como burla de nuestra hipocresía. La desgracia que provocamos nos retorna y nos golpea a nosotros mismos. Y ahora se nos llena la boca de buenas palabras como solidaridad y ayuda mutua, cuando en realidad únicamente tenemos miedo. Ya no sabemos qué ha sido de los emigrantes que acudían a nuestras costas. De África nada sabemos, sólo tememos que agite la propagación del virus. Estábamos habituados a la autorreferencia del tiempo de rotación del capital, y de golpe nos descubrimos vulnerables, y no sé si hemos llegado a comprender la capacidad destructiva de la anterior bonanza, la de un sistema que se tomaba como eterno. ¿Comprendemos ahora que esa eternidad, que tal ignorancia de la muerte, estaba basada en el asesinato, en la destrucción del medio natural del que vivimos, destrucción que ahora retorna como autodestrucción? Somos exiliados de la naturaleza. Es lo que el mito del pecado original nos describe. Sin embargo, hemos de vivir de la naturaleza. Es lo que el relato bíblico entiende como maldición del trabajo. Esa maldición la convertimos en poder y así en vez de comportarnos como exiliados lo hicimos como dueños. Ahora quizás descubrimos, tenemos al menos la oportunidad de hacerlo, que el daño que hacíamos con nuestra prepotencia nos lo hacíamos a nosotros mismos, a nuestra propia existencia como humanidad.
No sé si este coronavirus desaparecerá, o se adaptará, o se hará estacionario, pero vendrán otros virus que buscarán de igual forma vivir en el organismo que tienen ahora a su disposición: el organismo humano, incluso trastornando, volviendo errático y confuso al propio sistema inmunológico. Podríamos hablar de venganza o de justicia poética. La naturaleza se dispone a expulsar a su agresor, nos confina, reduce nuestra osadía y deja ahora libre el espacio que con tanta desenvoltura le habíamos arrebatado. Hasta nuestras ciudades consiguen hacerse habitables, a condición de no transitar por ellas.
¿Es el tiempo de iniciación en la humildad o simplemente es nuestro dies irae? En aquel contundente poema medieval se evoca el juicio final o juicio definitivo sobre los hombres, que han esparcido el pecado y la destrucción a lo largo de sus vidas. “Diesi irae, diez illa, solvet saeclum in favilla”. ¿Puede, en verdad, ser el día en el que el mundo se disuelva en cenizas? ¿Hasta dónde llegará nuestro empeño por conseguirlo? Hasta ahora el mundo nos es conocido como terreno en el que se cultiva el mal. No conocemos otro mundo. “Quantus tremor est futurus…”, dice el poema. ¿Cuánto terror nos espera aún? “Mors stupebit et Natura… nihil inultum remanebit”. La muerte misma y la naturaleza están estupefactas ante lo que ya no puede permanecer oculto, el daño que definitivamente nos hemos hecho, hasta el punto de vislumbrar nuestra propia extinción.
Algunos convocan el tiempo de la redención, la historia de la salvación, bajo el anuncio del fin del capitalismo, como si entráramos ahora en el tiempo de la penitencia y nos dispusiéramos a abrazar la política de la philia, la que añoraba Aristóteles, en la que la solidaridad y el amor constituyeran el vínculo de nuestra vida colectiva. ¿No nos disponemos ante el miedo, una vez más a la hipocresía? Nada hemos cambiado, sólo estamos asustados. Como dice el citado poema, “quem patronum rogaturus, cum vix justus sit securus…” ¿Quién nos va a proteger cuando ni siquiera el justo tiene la menos seguridad? Aquí está el verdadero peligro, en esa búsqueda de protección de parte de los asustados. En USA se agotan las armerías. Se aprestan a disparar sobre el vecino por miedo a que les arrebate la comida o la salud. El enemigo es ahora el más cercano, es nuestro vecino. Así se instala el estado policial. No disparamos contra los viandantes, simplemente los delatamos. Así creemos protegernos, así nos degradamos.
No es el fin del capitalismo. Quizás el capitalismo no nos ha dejado otra opción que la extinción. No es el fin del capitalismo. Podría ser incluso un respiro para el capitalismo. Recordemos el papel que cumplió el fascismo y la guerra en otros momentos de la historia europea no tan lejanos. El fascismo, recordémoslo, tuvo una doble función. Por un lado hizo frente a un momento crítico de disolución de la cohesión social y, por otro, contribuyó a promover la extensión del sistema capitalista a sectores aún no definitivamente incorporados al totalitarismo de la producción mercantil, como fue, por ejemplo, la distribución de la propiedad de la tierra en la Prusia alemana, o el desfase en Italia entre Norte y Sur, a lo que podríamos añadir en España (un país sin la dimensión populista del fascismo italiano y sin la del racismo alemán, pero dictadura militar que cumple similar objetivo), el llamado desarrollismo de finales de los 50.
Por otro lado, para fortalecer el nacionalismo como cohesión social, compensó el liberalismo económico con una hiperpolitización que sitúa al Estado por encima de cualquier otro sector económico, social o institucional autónomo. El Estado se hizo total mediante el Estado de excepción permanente. Así fue sobre todo en la Italia fascista y en la Alemania nazi. En cuanto a España la dictadura militar encontró en la Iglesia católica un aparato ideológico que sin necesidad de especial exaltación populista de las masas, sometió al conjunto social al terror de las conciencias mediante un adoctrinamiento moral que era sostén del Régimen, que José María González Ruíz tuvo el acierto de llamar “nacional-catolicismo”, y que perdura hasta nuestros días, siendo el único país europeo en el que el fascismo, bajo esta forma de dictadura militar, nunca ha sido derrotado, lo cual ha tenido el efecto de que la derecha española, heredera del franquismo, sigue siendo en sus posiciones ideológicas una mezcla de liberalismo económico y de fascismo político.
El fascismo y la guerra iban a la par. La guerra no era un asunto lateral, fue eficaz pata la recuperación y extensión del capitalismo, tanto económica como ideológicamente. Las llamadas democracias occidentales salieron legitimadas, frente no sólo al fascismo sino también frente al estalinismo que llevó a cabo una salvaje acumulación primitiva de capital para incorporar la antigua Unión Soviética a la gran industria. No se trataba de una supuesta emancipación del proletariado sino de la creación del proletariado ruso.
¿Cuál es la situación actual? El capitalismo es cierto que ha mostrado su radical fracaso a raíz de su definitivo triunfo. ¿Podría ser que esta pandemia cumpliera cierta función similar a la que cumplió la guerra, considerada desde la perspectiva capitalista? Las guerras, que por supuesto siempre existieron, han tenido en el proceso de consolidación del capitalismo la función de destruir industrias y ciudades para crear nuevas industrias, más desarrolladas, y ciudades más modernas o funcionales, lo que permitía renovar la acumulación de capital y de ese modo lo que se entiende por prosperidad. Ahora, en efecto, la guerra se hace más difícil, dado el extraordinario poder destructivo de las armas nucleares, su capacidad de exterminio.
Pero esta pandemia tiene serias consecuencias en la ruina económica. ¿Podría ser dicha ruina económica un respiro para un sistema de producción y de valorización en un momento en el que el capital financiero era sólo ficticio y la producción de excedente laboral cada vez más incontrolable? Nuevas áreas de producción, como puede ser, por ejemplo, el sector agrícola, o, incluso, la imperiosa necesidad de invertir en investigación y en sanidad, van a tener que ser abordados de otra forma, frente al excesivo protagonismo que había tomado la llamada revolución informática. No olvidemos que los ordenadores no se comen ni curan. Tampoco hay que olvidar lo que supuso el Estado del bienestar, en suma la socialdemocracia, para la incorporación de los trabajadores al consumo y a la consolidación del sistema capitalista, al convertirlo de objeto perseguidor en objeto de deseo.
En los años de la posguerra europea se hablaba del gran pacto social entre el capital y el trabajo, que si se consiguió fue a costa de la mayor explotación, de la más descarada extracción de plusvalía, de otros países, de los países pobres. El proceso de abaratamiento de la producción de mercancías convirtió a dichos países pobres en el gran ejército de reserva del capitalismo mundial. El calzado de lujo, los muebles de Ikea, la ropa y tantas cosas son productos de esos países o de la prosperidad china basada en la extrema explotación de los llamados migrantes en un salvaje traspaso del campo a la ciudad.
En el resto del mundo, la extensión de los trabajadores autónomos responde al giro del sistema capitalista convertido en objeto de deseo. Nos explotamos a nosotros mismos y eso no nos saca de la lógica del valor.
El capitalismo fue perdiendo en las últimas décadas todo rostro humano, pero el capital financiero, que ha terminado por dominar todo el espacio mundial de la transferencia de capitales, había entrado en una deriva loca, vertiginosa, necesitada de un muro de contención. ¿Puede actuar esta pandemia como tal muro de contención? La guerra, como dije, ha sido en otras épocas un modo de rectificación, aunque precisamente a partir de la ruina y del exterminio de millones de jóvenes en el campo de batalla. A esta pandemia, que podría cumplir cierta función a partir de la ruina económica, le va a faltar el factor de exterminio de población joven para despejar el mercado de trabajo.
Hasta ahora el exterminio estaba reducido a los campos de Lesbos o de Turquía, a los muertos del Mediterráneo y a las guerras locales sostenidas por los fabricantes de armas (me refiero a los prósperos Estados democráticos), de Afganistán a Siria o a Libia, etc. Pero no podemos exterminar a nuestros jóvenes, como hacían las guerras mundiales, como tampoco podemos exterminar a los contagiados, como se hizo en las granjas industriales con los centenares de miles de pollos sacrificados en los años de la conocida como gripe aviar. A cambio hablamos de solidaridad. ¿Qué solidaridad? La que no tuvimos ni tenemos con los africanos o los sirios, o los de Afganistán o Bangladesh. En vez de miedo hablamos de solidaridad. Pero en realidad es un nombre del miedo, como si acabáramos de descubrir que somos mortales y que nuestra protección era una quimera
El egoísmo fue consagrado como virtud por los primeros ideólogos del sistema, como, por ejemplo, Mandeville o Adam Smith. El egoísmo era una virtud porque era garante de la prosperidad. Nuestra protección era el sistema de producción de valor que entonces comenzaba y que había dinamitado la propia concepción de la historia como historia de salvación. La prosperidad económica tomaba el papel de la protección eterna y el propia sistema se presentaba como a-temporal o eterno. La temporalidad sólo aparecía bajo el modo de miedo a la muerte.
El miedo a la muerte cobra ahora especial protagonismo, como en épocas de guerra, pero con la peculiaridad de que es un miedo a lo desconocido, a lo que no habíamos previsto, a un daño que nos negamos a admitir que es el que nos hacemos a nosotros mismos. No nos queremos ver en ese papel de malditos y buscamos un culpable en algún otro lado, en cualquier teoría conspiratoria que nos devuelva la inocencia, que nos coloque como víctimas inocentes. No deberíamos despreciar, como meramente absurdos, tales bulos. Localizar un enemigo exterior es la pasión de los Estados y que el fascismo exacerba. Sebastian Haffner explicó muy bien cómo los bulos contra los judíos, que parecían tan absurdos, de pronto tomaron una realidad política que invadió y envenenó el alma alemana hasta el horror del exterminio.
El victimismo inocente está en la base de todo Estado policial y es el alimento del fascismo. Ahora la tentación de escapar y rehuir nuestra responsabilidad en el desastre, nos puede volver a llevar a emplearnos en la búsqueda de un enemigo externo que nos haga tan inocentes como despiadados. Nada bueno cabe esperar del miedo. Nada más temible que la alianza de los asustados.
Los llamados expertos, cuales quiera que sean, deberían saber lo que proponen con sus medidas, aunque estén tan desorientados sobre cómo afrontar desde el punto de vista sanitario esta pandemia. A ellos también les incumbe promover la investigación acerca de cómo se producen las transferencias zoonóticas y qué tiene que ver con ello una expansión de la industria agropecuaria, un sistema de producción de mercancías y de producción de valor sin límite interno. Sería un gran error limitarse a proclamar únicamente medidas de contención que alienten el Estado policial confundiendo la delación con una supuesta solidaridad. Probablemente habría que buscar los focos de infección en el mercado de capitales, en los centros donde se juegan las transferencias de capitales y no meramente en los mercados de animales salvajes de China.
A ellos, a los llamados expertos, también les incumbe pergeñar cómo vamos a convivir con el virus o con los virus, porque puede que este coronavirus se agote o, por el contrario, tenga nuevos rebotes violentos. Pero en todo caso no será el último, no será la última pandemia que nos afecte. Los expertos no pueden limitarse, como están haciendo, a medidas represoras de contención. Si no queremos sacrificar la especie humana, como se hice con los pollos o con los cerdos en otras ocasiones, habrá que pensar cómo podemos vivir.
Si el sistema capitalista carece de límite interno para contener su potencia destructiva en nombre del Progreso, habrá que pensar en qué forma política tomará a partir de ahora el Estado capitalista. Lo que conocemos como neoliberalismo ha demostrado su fracaso absoluto para garantizar no ya el bienestar sino la vida misma de la población. Sólo quedaría el fascismo y la socialdemocracia. Respecto del fascismo no resulta fácil pensar en una barbarie política añadida a la barbarie capitalista. Sin embargo, nada más temible que el miedo y la búsqueda infantil de protección que alimenta el fantasma sadomasoquista. ¿Cabría aún la posibilidad de dar al virus un carácter racista? El miedo a la muerte, el fascismo lo convierte en asesinato, en muerte del otro que me protege de mi propio miedo a la muerte. Es como el exorcismo, un modo de poner fuera de nosotros el demonio que somos y que el propio exorcismo demuestra. ¿Será de nuevo caer en la ingenuidad de la República de Weimar pensar que resulta difícil de imaginar este refugio en la barbarie fascista huyendo del miedo victimista?
¿Qué es lo que está por suceder? No lo sabemos, no podemos saberlo, pues no ha sucedido. Pero a la hora de imaginar sólo podemos hacerlo pensando, aún en el peor de los casos, en una vía socialdemócrata como forma política del Estado capitalista, como forma de cierta rectificación de la barbarie neoliberal. La sanidad pública tendrá que volver a tener el protagonismo que la barbarie neoliberal le quitó. Es cuestión de supervivencia. La sanidad privada es un fracaso que ha vivido a costa de la falta de inversión y de recursos de la sanidad pública. La investigación médica e epidemiológica no puede ya quedar reducida a la industria farmacológica. La educación pública y la formación requieren un desarrollo de recursos hasta ahora inexistente. La educación privada es simplemente un negocio. Habrá que liberar áreas de formación y de investigación que queden libres de la mera e inmediata rentabilidad económica. Para ello hará falta un partido socialista que no sea ni el de Felipe González ni el de Tony Blair.
En mi juventud topé con una revista francesa titulada Socialismo o barbarie, nombre del grupo que editaba dicha revista. Recogía la vieja proclama antibelicista de Rosa Luxemburgo durante la Primera Guerra Mundial. Aquella proclama tenía sentido a pesar de lo que luego vino, a pesar de que la propia socialdemocracia alemana, de la mano de Noske, tuviera un papel fundamental en su asesinato. El dilema sigue siendo entre socialismo utópico y barbarie real. Siempre hay que optar por la utopía como alivio moral, como exilio interior si se quiere, pero también como único modo de mantener a pesar de todo el sueño de la redención del hombre. Ahora que la barbarie recorre su tramo final hasta la extinción del hombre, la utopía nos mantiene en la vida y soñamos con aquel, que según el Libro de los muertos, acude a Osiris, el “Señor de la Verdad”, para decirle: “He destruido el mal para ti…No he matado a nadie. No he hecho llorar a nadie…”. Olvidemos por un momento que somos seres desvalidos y malvados, y hagamos de ese olvido un desafío de vida. Pero tengamos en cuenta que olvidar no es ignorar, no es caer en la ignominia de la inocencia.
¿Qué hará el capitalismo con su descubrimiento de la mortalidad, con el descubrimiento de su ignorancia de la muerte que le ha apartado de la posibilidad de la vida, de la angustiosa posibilidad de la vida, por decirlo en los términos de Kierkegaard? Cuando el instante de la muerte no es la llama que da vida, la scintilla animae de la que hablaba el Maestro Eckhart, entonces el miedo a la muerte toma la senda del asesinato, y el asesinato busca siempre la inocencia. El miedo a la muerte lleva a la mayor esclavitud. Nuestra esclavitud al señuelo del carrusel de las mercancías nos dio un aire de eterno bienestar, un estúpido aire de inmortalidad. La muerte liberadora de la que hablaba Séneca a Lucilio, es la que se decide como posibilidad de vida. Ahí la sitúa Séneca.
“Por sus obras los conoceréis”, dice el Evangelio. ¿Nos conoceremos por nuestras obras o seguiremos con la hipócrita cantinela de la solidaridad? La solidaridad no teme a la muerte, teme la esclavitud que el miedo a la muerte esconde. La muerte nos hace humanos. Quizás la historia del hombre está por comenzar. Este es el gran sueño de la Utopía de todos los tiempos. Cada época cultiva su propia crueldad, decía Voltaire. No podemos olvidar, por ejemplo, que la tortura era para la Inquisición, el modo de promover, mediante la confesión de los pecados, la salvación del alma. El cinismo ha sido condición necesaria para el ejercicio del poder. No podemos sentir orgullo por lo que hemos hecho, únicamente vergüenza.
¿Podría la vergüenza salvar al hombre? Quizás si pudiéramos empezar por ahí, por avergonzarnos en vez de vanagloriarnos. Cada vez que se nos pide el enaltecimiento de país o de raza, siento el miedo que presiente la llegada de la barbarie y de la des-vergüenza, en suma, de la in-misericordia.
Es cierto, cada época cultiva su propia crueldad. En cuanto a la nuestra cabe decir que ninguna anterior dañó tanto el medio natural, en el que vivimos y del que vivimos. Hemos sido inmisericordes con nosotros mismos y ahora la propia naturaleza se venga de nosotros.
¿Podríamos aún confiar en que la vergüenza pueda salvarnos?
Artículo publicado en Viento Sur el 15/4/2020