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Lo que yo pretendía se reduce a un artículo veraniego, de esos que dejan un buen sabor de boca en aquellos que están pensando en los días que les quedan para salir corriendo hacia alguna parte, por más que el lugar ya se lo sepan de memoria y a la semana empiecen a tener pesadillas sobre cómo freír a los niños y en qué nevera meter a los abuelos. Algo normal, como todos los años. Pero resulta que cada vez la aventura es más difícil porque el presupuesto se ha comprimido, los niños han dejado de serlo y los abuelos están hartos de que el verano se convierta en su pesadilla laboral.

Cuando yo era pequeño, las cosas eran más simples. Los niños, en expresión asturiana intraducible, “no gorgutaban”, lo que se podría interpretar como que no tenían otro derecho que el de la inevitable existencia. Por lo tanto no tenían opinión, ni siquiera derecho a la palabra; hacíamos lo que nos decían que debíamos hacer, aunque el arte de la trampa y el disimulo nos consintiera inventar lo que nos daba la gana, si bien conociendo los límites: forrarte a hostias o pasar el resto de verano en una habitación haciendo dictados. O ambas cosas.

Mi recuerdo de los veranos de la infancia, incluso de la adolescencia, que nunca reconocería ni en el juzgado de guardia, es que resultaban terriblemente monótonos y nos aburríamos muchísimo, salvo algún día de gloria, inolvidable, que le ocurría como a “la canción del verano”, que servía como símbolo de lo bien que nos lo habíamos pasado. Cada vez que escucho una de esas estrambóticas músicas para deficientes mentales con capacidad de mover el cuerpo, me entra un cierto desasosiego y repito la misma frase: “Eso lo bailamos nosotros hasta la saciedad”. Incluso en ocasiones descubro que nunca me había fijado en la letra de las canciones y me quedo pasmado ante tamaña estupidez. El derecho a la idiotez efímera está en la constitución no escrita de los adolescentes, y todos nos hemos aprovechado de él.

Las vacaciones de agosto, el mes más espantoso del turismo de multitudes, cuando las masas estaban diluidas, acumulaban un montón de variedades. Había las vacaciones de los niños, las vacaciones de los adolescentes, las vacaciones del matrimonio con niños y adolescentes, en el que estaba probado que los padres contaban los días que faltaban para volver a casa y terminar aquella tortura cotidiana entre niños díscolos y adolescentes gallitos.

También existían otras variantes. El matrimonio casado sin niños, que huía del ruido y a quienes veías por la tarde paseando, o leyendo, y que como pertenecías a la tribu agresiva de la infancia, los contemplabas con ojos del indio en las películas de vaqueros, a la espera de saltar sobre ellos y joderles la tarde. Por ejemplo que dejaran de leer o que se pusieran unas cervezas, signo inequívoco de la modestia de aquellos modestos funcionarios cuya única ambición es que los dejáramos en paz. No, hacíamos todo lo posible para impedirlo; les soltábamos un gato callejero o provocábamos cualquier altercado que impidiera aquella satisfacción pequeño burguesa, agradable y sincera, que nos parecía una provocación en nuestro mundo atormentado de rebeldes sin causa ni motivo, que no fuera el aburrimiento.

¡Oh, felices veraneos de antaño, qué odiosos erais y cuánto os queríamos! Una sesión de grillos era una gozada; cazar grillos -hace muchos años que no escucho el cricrí de los grillos en los campos de España; los mataron los pesticidas-. Agarrar una paja sólida, ir acercándose hasta donde salían los sonidos con mucha cautela, asomarse al agujero en el silencio absoluto. El animalillo sabía, o deberían haberle explicado, que su vida ya estaba en nuestras manos. Luego meter la paja y acosarle para que saliera y, al fin, harto de nuestra insistencia aparecía, el pobre, acojonado pero dispuesto a escapar a la primera oportunidad. Si fallaba el procedimiento, era inevitable mear; la meada en el agujero era un arma letal para que el grillo asomara la cabeza. Lo fundamental era verle el culo, llevaba dos rabos o tres, es decir, era macho o hembra.

Teníamos la idea de que las hembras mordían y los machos no, pura teoría basada en la ignorancia elevada al nivel de ciencia. No lo recuerdo bien, pero tengo para mí como la cosa más insólita, que nuestros padres, que detestaban cualquier animal doméstico como no fuéramos nosotros, nos consintieran tener grillos en casa, a los que alimentábamos con las hojas más verdes de la lechuga y que metíamos en una caja de zapatos que llenábamos de agujeros “para que pudieran respirar”. Por la noche, aquel zafarrancho en la vía Merulana de nuestra escalera, que hubiera escrito el gran Carlo Emilio Gadda, había que sacarlo a la escalera porque el cricrí se hacía insoportable dentro de casa, pero como no teníamos vecinos sino unos tíos medio sordos dos plantas más abajo, ni se enteraban. A veces pienso que la mayor liberalidad de nuestra infancia es que nos permitieran tener grillos. Cuando morían era un drama. “¡El grillo ha muerto, el grillo ha muerto!”. Como un tragedia de José Echagaray.

También estaban las vacaciones de verano del hombre solo. Porque un hombre que vivía en soledad, durante los años de nuestra infancia, incluso en la adolescencia, tenía algo de incógnita perversa. ¿Tenía algún vicio oculto? ¿Le daba a la bebida o a las señoras de las calles oscuras? ¿Maricón? Imposible; en nuestro mundo un homosexual notorio no hubiera sobrevivido a menos de ser muy rico o muy perdido. Era una inclinación que soportaba difícilmente las clases medias; o millonario o lumpen, no había otra opción. Los que no eran ni lo uno ni lo otro podría garantizar que no tomaban vacaciones, vegetaban en su galaxia híspida.

Oh, las vacaciones de antaño. No puedo decir que las añore, ni tampoco que sienta melancolía estival por más que las recuerde vivamente, creo que sin olvidarme de ninguna. Pero no tenían nada que ver con esto, primero porque la concepción de un veraneo heredaba rescoldos del siglo XIX y estaba fuera de lugar de la época en que vivíamos. La importancia del transporte, sin ir más lejos. Moverse en los años 50 y 60 tenía algo de ascensión al Himalaya sin sherpas. Los bultos. Nunca entendí la infinidad de cajas, cestos, bolsas… que convertían un traslado a cien kilómetros, incluso muchos menos, en una travesía interoceánica. No era por masoquismo de abuelas, tías y madres, sino por necesidad existencial. Había que llevarlo todo y no olvidarse de nada. Quien no conoció aquellos trenes o autobuses de tránsito hacia el infinito apenas sabe nada de la historia de España.

Quizá haya sido nuestro mayor problema. Pasamos del medievo a la modernidad sin apenas enterarnos, y hay que señalar que el verano era el símbolo del tiempo, del viejo y del nuevo. Siempre reprocho a los historiadores de la Guerra Civil que no insistan con mayor énfasis en que la contienda empezó un 17 de julio y se consumó un 18, fin de semana veraniego, cuando la España asentada estaba de vacaciones y los demás sobreviviendo. La división de España en 1936 es un acontecimiento ligado al estío, a las viejas costumbres que se quebraron, a la vida que dejó de tener el más mínimo valor, a las huidas, a los intentos frustrados de reunir a la familia. A los paseos, al crimen y a la venganza. Algún día alguien escribirá sobre eso con nombres y apellidos.

Pero los años que siguieron a la guerra mantuvieron el verano como la gran época del estraperlo, de la trampa, del milagro de comer… Uno no vacaciona cuando está en la ruina, o a punto de hacer el negocio de su vida. Entonces los veranos estaban pensados para niños y señoras con posibles.

Y henos aquí hoy, al final de una temporada en el infierno de la realidad, despidiéndonos hasta septiembre, conscientes de que el pasado no fue mejor pero será más recordado. Los pasados son, en general, variadas invenciones de las almas cándidas. Como las naciones y los patriotismos.

Artículo publicado en La Vanguardia el 26-07-2014