Fue un día de verano cuando el filósofo Byung-Chul Han sintió la necesidad de estar cerca de la tierra. De tener contacto físico con ella. Estaba en Berlín, ciudad en la que vive desde hace varios años. Nacido en Corea del Sur, Han es uno de los pensadores más leídos y estudiados hoy en día. Con libros como La sociedad del cansancio, Sobre el poder y La agonía del Eros, se ha consolidado como uno de los que mejor disecciona la sociedad contemporánea y sus particularidades.
Un día, sin embargo, decidió dejar de estar en su escritorio para irse a crear un jardín. Le puso nombre: lo llamó Bi-Won, que en coreano quiere decir “jardín secreto”. Cuando empezó la tarea era verano, pero desde ese momento se concentró en un objetivo: que su jardín floreciera durante todas las estaciones, incluso –y sobre todo– en invierno, periodo en el que es natural que las plantas pierdan su belleza y muchas de ellas mueran, más con el frío que hace en el invierno berlinés. Lo que vivió, lo que sintió, lo que aprendió, las reflexiones que surgieron en su etapa como jardinero, es lo que Han escribe en Loa a la tierra, publicado en español por la editorial Herder. Es un libro lleno de ideas y también de magia, de poesía y de misterio. De belleza y por momentos de tristeza. Las mismas sensaciones que acompañaron al filósofo durante la creación de su jardín secreto.
Una de las primeras reflexiones que hace Han cuando está frente a las plantas es la necesidad de recuperar la relación con la tierra. Volver a respetarla y detener la explotación radical a la que está siendo sometida y que tiene como efecto las catástrofes naturales que vemos cada día con más frecuencia y que no son más que su respuesta ante la violencia con la que es tratada. “Deberíamos volver a aprender a asombrarnos de la tierra, de su belleza y su extrañeza, de su singularidad –escribe Han–. En el jardín experimento que la tierra es magia, enigma, misterio. Cuando se la trata como una fuente de recursos que hay que explotar, ya se la ha destruido”.
“Algunas líneas de este libro son plegarias, confesiones, incluso declaraciones de amor a la tierra y la naturaleza”
El filósofo dice esto mientras muestra cómo le va dando, día a día, forma a su jardín. Describe la sensación de cavar un hoyo en la tierra, de encontrarse con raíces antiguas y desconocidas; la dicha de sentir el cansancio en su cuerpo después de la jornada. Eso le produce bienestar. Notar el dolor lo reanima. Porque se da cuenta de que tiene un cuerpo, algo que según su opinión hemos dejado de percibir por cuenta del avance de lo digital: “Este mundo digital no conoce temperatura, dolor ni cuerpo. Pero el jardín es rico en sensibilidad y materialidad. Contiene mucho más mundo que la pantalla del ordenador”.
Esta es una de las líneas de pensamiento sobre la que más ha escrito: los efectos de la digitalización en la sociedad contemporánea, que nos lleva a una subjetivación total y termina por volvernos ciegos para lo distinto. Nos convierte en dedos que numeran y que no narran. “Ni los tuits ni las informaciones componen una narración. Tampoco el timeline narra una biografía, la historia de una vida. (…) Hoy todo se hace numerable para poder traducirlo al lenguaje del rendimiento y la eficiencia”. Se ha perdido la extrañeza, lo misterioso; hoy todo es conocido, banal, todo se cuenta en likes, en “me gusta”.
En oposición a esto, Han pasa sus horas en el jardín. Riega sus plantas. Ve cómo el agua rueda, lenta, por las hojas. Redescubre la tierra. Se detiene en cada una de las especies. El tiempo entre ellas pasa de otra manera. Es un tiempo, además, sobre el que él no puede disponer: la naturaleza misma dicta el momento de su crecimiento, de su nacimiento, de su muerte. “Cada planta tiene una conciencia del tiempo muy marcada, quizá incluso más que el hombre, que hoy de alguna manera se ha vuelto atemporal”, escribe Han y confiesa que el jardín lo ha llenado de tiempo y de ser.
El filósofo describe las plantas que ha elegido sembrar –el libro también incluye unas bellas ilustraciones de varias de ellas–, sus características y el destino que han tenido en su jardín. Se preocupa por ellas, por el frío que las amenaza en invierno, las cubre con su manta, las acompaña, se llena de paciencia. Las atiende. El jardín –lo percibe pronto– también le ha servido para alejarse del ego. Han, de 61 años, no tiene hijos. Pero dice que su jardín secreto le ha permitido aprender lo que significa tener una sincera preocupación por el otro: “El jardín se ha convertido en un lugar de amor”, dice. “Es un lugar de redención”.
Hoy todo se hace numerable para poder traducirlo al lenguaje del rendimiento y la eficiencia
Jazmín de invierno. Cerezo de flor. Eléboro negro. Acónito de invierno.Campanillas de nieve. Avellana de bruja. Forsitia blanca. Victoria amazónica. Narciso de otoño. Magnolia estrellada. Byung-Chul Han habla de las plantas de su jardín con nombre propio. Describe su carácter. Incluso encuentra entre ellas y él ciertas coincidencias: al eléboro negro tampoco le gusta viajar, por ejemplo. “Hay que dejarlo donde está. Trasplantarlo le resulta mortal. Quiere que lo dejen en paz”. Referirse a ellas por su nombre es para él una forma de mostrarles respeto: anonimato y respeto no van de la mano. Nombrarlas le permite acceder a su esencia, a su singularidad. “Supone una traición a las flores tenerlas en el jardín sin conocer sus nombres”.
A los acónitos les agradece haber garantizado que su jardín no pasara un solo día de invierno sin una flor viva. A la anémona hepática le rinde tributo por su flor azul, que es para él la más elegante entre todas. A las margaritas silvestres les pide perdón porque al comienzo de sus días como jardinero le parecieron unas plantas invasoras e intentó erradicarlas. Después vio que, incluso en el peor invierno, seguían vivas y floreciendo: “Hacen frente al frío que destruye la vida”. Al recorrer las páginas de Loa a la tierra, Han nos lleva a vivir en su jardín.
El tiempo que pasa es diferente mientras se lee este libro. El ritmo cambia. Lo mismo que sucede cuando se está en medio de las tareas de jardinería. Quien quiera que lo haya experimentado sabe que los minutos son distintos. La conexión con el mundo también. Han define estos momentos como una meditación silenciosa. “A menudo toco con asombro la tierra y la acaricio. Cada brote que surge de ella es un verdadero milagro”. Su jardín, dice el filósofo, le ha devuelto una devoción piadosa y la convicción de que la tierra es una creación divina. “Creo en Dios, en el creador, en ese jugador que siempre empieza de nuevo y lo renueva todo. (…) Algunas líneas de este libro son plegarias, confesiones, incluso declaraciones de amor a la tierra y la naturaleza”. Son también una alabanza al silencio. Porque estar en el jardín le permitió a Han –nos permite a todos– recuperar el hábito del silencio, volver a estar dispuesto a escuchar. Un tesoro en estos días, cuando se cree que hay tanto –mucho– por decir.
Artículo publicado en El Tiempo el 11/10/2020