No sé dónde puede estar Mamadou.
No lo sé y tengo miedo.
No sé que puede haberle pasado para que haga ya tantos días que no viene a la casa.
Ni que tampoco le veamos por aquí, junto a nosotros, con su manta y los bolsos.
Hemos hecho tantas cosas juntos desde que llegamos que ya no sé muy bien como es vivir sin él cerca. Siempre, con su buen humor y su tranquilidad, haciendo que todo parezca siempre un poco más fácil.
Aunque la verdad es que, desde que salimos de casa, nada ha sido fácil. Al contrario, la vida ha sido dura, muy dura. Hemos pasado tanto hambre, tanto frío y tanto miedo a morir, tantas veces, que no sé si sabiendo como es esto volvería a atreverme.
Si algún día regreso y cuento todo esto a la familia, a los amigos que quedaron allá, no me van a creer. Van a pensar que estoy inventando cosas para presumir, para que me crean más valiente y más listo de lo que soy de verdad.
Pero ¡que digo!… ¿volver?… no, no, eso no lo haría nunca. Al menos no lo haría hasta que haya ganado mucho dinero y pueda devolver todo el que me prestaron y llevar regalos para todo el pueblo, ir bien vestido, llevar buenos zapatos, contar lo bonita que es España y lo fácil que es abrirse camino.
Demostrar a todos que no nos equivocábamos, que, de verdad, hicimos bien en salir, que llegamos hasta donde soñábamos. Que al fin logramos lo que queríamos.
¿Cómo regresar así? ¿Que le diría a mi padre y a Salif, mi hermano mayor, que durante meses trataron de convencerme de que no lo hiciera? ¿Como iba a explicarle a la tía Kouma que no sé que le ha pasado a Mamadou, que desapareció y no he vuelto a verle…?
Ya ha pasado mucho tiempo desde aquella tarde en que tuvimos que salir corriendo al oír a Seckou gritar ¡agua!…
Recogimos la manta y corrimos, corrimos y corrimos sin mirar nunca atrás, ni casi hacía adelante, en una carrera loca y ciega… hasta perdernos por las calles, lejos, lejos, todo lo lejos que pudiéramos. Se ve que él logró irse muy, muy lejos y ya no supo volver, porque ya no regresó a casa a dormir, ni ese día ni los siguientes, y tampoco viene ya a vender, nunca.
Una y otra vez vuelvo a acordarme de aquel momento tan raro, en el que tanto miedo pasé y en el que perdí a mi primo, quien sabe si para siempre.
No sabíamos muy bien que significaba aquel grito, pero desde el primer día que empezamos a poner los bolsos en la acera, aprendimos que en cuanto lo oyéramos teníamos que coger las cuatro esquinas de la manta y con el fardo a las espaldas, con toda la mercancía dentro, correr, correr, correr… sin mirar nunca atrás, hasta estar muy lejos.
Hasta que estuviéramos seguros de que no iban a alcanzarnos con sus bridas. Nosotros corremos mucho, siempre lo hemos hecho y se nos da bien. Pero ellos también saben correr y a veces nos alcanzan. A mí no, nunca han podido atraparme, pero si a Seckou, hace tiempo.
Una tarde de aburrimiento y pocas ventas, Seckou, el mayor de nosotros tres, el primero que llegó aquí, nos contó que le pillaron cuando se detuvo a recoger un bolso que se le había escapado del fardo. Entonces llegaron y le cayeron encima. Eran tres y eran muy fuertes. No eran policías -o eso creyó él- pero no le dejaron ni levantarse, le pusieron boca abajo, con la cara en el suelo y una bota en el cuello mientras otro se arrodillaba sobre sus piernas y el tercero le ataba las manos a la espalda con una brida de plástico.
Seckou aún temblaba al contárnoslo, al recordar todo el miedo que pasó. Aún se le llenaban los ojos de lágrimas cuando nos contaba lo mal que le trataron, lo bruscos que eran y lo mal que le hablaban. No le pegaron ni le empujaron pero le hablaron mal, sin ninguna consideración, sin una sola sonrisa. Solo brusquedad y gritos, sin ninguna amabilidad, y eso que eran chicos de nuestra edad, mal vestidos como nosotros, blancos, sí, pero también jóvenes, brothers, como nos gusta llamarnos. Pero no, creo que ni amigos ni brothers, ni nada bueno, porque a Seckou le llevaron al calabozo y al poco a la cárcel, al CIE. Y ahí se quedó cincuenta días, cincuenta días sin saber que era lo que estaba pasando, cincuenta días sin poder salir a vender, sin ganar ni un euro. Cincuenta días sin poder hablar con ninguno de nosotros porque le quitaron el móvil al entrar. Cincuenta días desesperándose en el patio durante horas y horas, dándole vueltas a la cabeza sin saber qué pasaba.
Aunque, poco a poco empezó a hacerse una idea, aún así le costaba creer que fuera verdad lo que le explicaban.
Cuando ya llevaba allí casi un mes, se enteró por otro compañero de desgracias de que si lo pedía podría tener la visita de las ONGs. Y así es cómo conoció a Empar y a Elvira. Una vez a la semana iban a verle para ver si necesitaba algo en lo que pudieran ayudarle, para explicarle cuál era su situación, para buscarle un abogado y para que les contara todo aquello que le ocurría y le hacía pasarlo tan mal. Ellas lo anotaban todo en un cuaderno, a veces se miraban muy serias y decían algo en voz baja, otras salían y discutían con los guardias. Nos contó Seckou que el día en que les dijo que por la noche tenían que mear en una botella porque estaban encerrados y no se les permitía ir al water, se enfadaron muchísimo y llamaron al guardia para pedirle explicaciones, y que él solo dijo que eran órdenes de la dirección, y volvió a irse rápidamente.
Ellas le explicaron que, en principio, les metían allí para deportarles, pero que esto solo ocurría en menos de la mitad de los casos, porque el resto salía a la calle como si no hubiera pasado nada. Le dijeron que realmente era un lugar intimidatorio, vamos, que lo que querían era asustarnos.
En fin, que era un lugar en el que mejor no entrar. Aunque quizás peor aún era salir. A algunos, sin más ni más, les llevaban desde allí al aeropuerto, los metían en un avión con las manos atadas en la espalda y los mandaban con lo puesto a su país. O a otro que quedara cerca, en el tránsito que habían hecho para llegar.
Empar y Elvira le dijeron que les llamara por teléfono enseguida si pasaba esto, para que ellas y sus amigos trataran de impedirlo, pero no hizo falta, porque un buen día, los guardias le dijeron que se fuera, que allí ya no tenía nada que hacer. Así sin más ni más, sin explicarle por que había entrado ni por qué salía.
Recuerdo que nos contó que, por una parte se sintió contento, pero también confuso y con mucho miedo. A parte de no entender por qué le habían metido en aquella cárcel sin haber hecho nada, temía que volviera a repetirse, o que lo cogieran por la calle y lo llevaran directamente a uno de aquellos aviones que salían a menudo hacia Dakar, o hacia Bamako, o vete a saber a dónde, y que lo soltaran allí, en cualquier lugar en plena guerra, o sin guerra, pero sin un euro encima y sin conocer a nadie.
Todo esto nos contó Seckou en aquella tarde en la que no vendimos ni un solo bolso porque parecía que iba a llover y la gente se quedaba en sus casas en vez de salir de paseo.
Por eso ahora tengo miedo. Espero que a Mamadou, mi pobre primo, no lo hayan metido en un CIE de esos. Pero sobre todo espero que no le hayan subido a un avión y lo hayan mandado a Nigeria de nuevo… o le hayan soltado en Mauritania o cualquier otro lugar de Africa y esté perdido por cualquier rincón de un país que no conoce, y en peligro, y sin saber por qué le ha pasado todo esto.
Sin saber cómo llegar a casa y presentarse ante todos así, expulsado, como un delincuente y con los bolsillos vacíos.
No quiero ni pensar en la vergüenza de Mamadou si ha logrado llegar a casa y tiene que explicar a los demás lo que el mismo no puede entender. Mamadou, mi primo pequeño, tan alegre y a la vez tan tímido, tan incapaz de mentir… tan obediente y respetuoso con los mayores.
Tampoco yo puedo entender nada, y estoy aquí, muerto de frío, en esta calle llena de gente, preguntándome dónde estará, porqué hace tantos días que no viene a dormir a casa, porqué ya no extiende su manta llena de bolsos en el suelo, a mi lado, como siempre hacíamos.
Hay días en que casi lo único que tengo claro es que me llamo Youssou, que soy africano y que estoy solo, lejos de casa…